Por: Josep M. Forcada Casanovas
Barcelona, marzo 2021
Foto: Pixabay
El populismo se considera una exaltación de aspectos populares, especialmente de tipo grupal que afecta a un gran parte de ciudadanos –especialmente cuando hablamos de la dimensión política– en que habitualmente se enaltecen puntos de vista, realidades, ideas, necesidades, que al defenderlas se crea una conciencia social hacia unos hechos que realmente encallan la convivencia ciudadana. Estas consideraciones abren los ojos a la realidad, se reciben como agradables y entusiasman. Animan a tomar unas determinadas actitudes populares: se vota a favor o en contra, ayuda a reunirse en un determinado grupo, va a favor o en contra de una entidad, promueve campañas, pero en especial mueve emocionalmente a los más debilitados o afectados por la temática que se propone. El populismo especialmente busca adeptos. La palabra populismo contiene el sufijo «-ismo» que supone una exageración.
Quisiera fijarme en el populismo que hoy, más que nunca, utiliza un lenguaje demagógico, antes también, pero ahora se ve más inteligente y va relacionado con actitudes y formas demagógicas. Es un binomio que se presenta desde la sutilidad y de la bondad. A veces acostumbra a ser una trampa engañosa. Muchos populistas de antes no se creían demasiado el hecho de poder dominar al público por las ideas, pensaban más un protagonismo individual. Seguro que los demagogos piensan en la bondad del «producto», pero el método demagógico que a menudo utilizan se basa en posturas victimistas que remueven los sentimientos de una parte de la ciudadanía. Por ejemplo, ¡quién no se emociona ante un líder que hace una huelga de hambre a favor de una causa concreta.
Hoy el populismo es muy criticado por aquellos que no lo promueven. Se les exige que sean creíbles, incluso se analiza el pasado de los populistas. Las actitudes demagógicas descaradas si no tienen buena respuesta les pasa factura y los líderes caen e incluso se les persigue si han causado daños.
La ponderación, la cordura o la naturalidad son necesarias para vender ideas o productos, o lo que sea, pero hay que contar con una dimensión ética al ofrecer un bien social. Es obvio que el mal social es totalmente rechazable dentro de las leyes democráticas.
El populismo y la demagogia juegan con la manipulación del fondo emocional que tiene todo ser humà, es capaz de contagiar por vía emotiva a muchas personas que se encuentran cegadas en una determinada posición; puede, la demagogia, ayudar a razonar con las propuestas especialmente si son atractivas. El uso de la demagogia, incluso es un arte, en que también se utilizan recursos para salir de actitudes negativas o emocionales buenas pero que pueden promover violencia, división o malestar. Se debe admitir que también a veces pueden llevar a un bien. Es difícil salir de un juego en que la manipulación de la emotividad sirva para remover opiniones y actitudes invadiendo el ánimo a partir de la persuasión. Hay que aprender a conocer estas artes porqué con el juicio crítico que uno puede hacer, descubra que le puede anular el ánimo hasta provocarle una sensación de miedo que a la larga paraliza o que, al contrario, empujan a pasar a actitudes violentas. Aun así, hay que reconocer que la voz populista puede ser necesaria y no deja de ser la voz de un sentimiento, de una necesidad o de una protesta e, incluso, de una injusticia. Cuántas reformas de la vida social de muchos países han avanzado gracias a líderes que han levantado la voz y han convencido a seguidores que vivían injusticias toleradas y aceptadas como buenas, como por ejemplo, Gandhi, Luther King, Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton (que fundaron una Asociación Americana pro sufragio de la mujer el 1869) y otras mujeres que trabajaron por la igualdad con los hombres en el trabajo y también muchos movimientos obreristas de muchos sindicatos o, incluso, revueltas que pusieron al descubierto unas realidades que se detectaban a partir de unos criterios, a veces filosóficos o religiosos o, incluso, legales que eran contrarios al respecto a la libertad y a los derechos más elementales de toda persona.
Hay que repensar de manera profunda en el proceso ético del populismo: un «ismo» del que se hace voz popular y, no caer en demagogia: el abuso de métodos emotivos, en la vida hay que jugar limpio. El pueblo, es decir la sociedad, se lo merece.