Sara Canca Repiso
Ingeniería Informática y Grado en Sociología y Psicología
Abril 2022
Foto: Pixabay
De directora de Recursos Humanos a formadora de humanos adolescentes, donde todo recurso es poco. Así fue el timonazo que di en mi vida hace apenas unos meses.
No es que necesitara estabilidad, me diera miedo el riesgo o disfrutara de un prestigio del que no quisiera desapegarme; esa parte la tenía bien encajada. Sin embargo, sentía un fuerte compromiso que no me permitía abandonar el puesto de trabajo. Aunque no me desarrollara como la persona que soy y que quiero llegar a ser, creía que fallaría a aquellas que habían confiado en mí. Sin duda, y consciente de ello, era fruto de la ‘hiperresponsabilidad’ que me asfixiaba.
Un mensaje matutino: «¿Te vendrías a dar clases al Instituto, que necesitamos profesor para refuerzo COVID y alguien en el equipo de Orientación?». Una respuesta inmediata e idéntica a la que di el año anterior: «Ojalá, pero no puedo. Aunque ganas no me faltan, es imposible dejar la empresa en el momento actual en el que se encuentra. De hecho, desde hace varios años no encuentro un ‘momento actual’ que sea bueno». Y así, dejé volar los posibles observando cómo se alejaban lentamente, con cierta resignación.
¡A otra cosa!
Pero cometí el acierto de comentarlo con mi gente, con la que comparto aventuras y desventuras, con las que vivo y disfruto cada día. Y me señalaron, con sumo respeto, delicadeza y finura, otra perspectiva. Con cierta guasa, a veces pienso que solo Dios conoce realmente como somos, y son los convivientes los que nos padecen. Y así me vieron estresada, malhumorada o con abulia, en varias ocasiones. Por ello, aunque mis amigos tuvieran que asumir las labores que yo dejaría durante un año en los voluntariados en los que participaba, aunque nos echáramos mucho de menos y pasáramos por momentos duros, se antepuso el bien de la persona. ¡Y quién sabe si esa decisión luego no tornaría en un mayor bienestar familiar!
Es un privilegio vivir con personas de tanta calidad humana. Emociona que los que más te quieren, te quieran libre, te traten con absoluto respeto, sin imponer, solo escuchando e impulsando a ser lo que más desees. Sin cortarte las alas ni los sueños. Sería un tiempo de disfrutarnos en la ausencia, un período de reparación para retornar con paz y creatividad.
Trabajar con jóvenes es otro nivel. Tratas pequeños problemas cotidianos que se hacen un mundo para ellos. Animas a que expongan sus emociones, que se conozcan, que se muestren vulnerables: las antípodas de la vida real. Te llevas la mitad del tiempo mandando a callar, y la otra mitad aguantando la risa porque algunas de las interrupciones tienen gracia. Salvas la vida de los que te dicen que su vida no tiene sentido y quieren morir (¡Yo!, a la vez tantas veces salvada). Escuchas historias para no dormir, familias desestructuradas, sin recursos, pobres, a las que sus pequeños hijos se les van de las manos. Entras en casas abandonadas por padres enajenados a los que nadie les enseñó a serlo; y algunos quieren aprender y te abren sus puertas.
Había estudiado que la percepción de apoyo social por parte de los jóvenes contribuía a una adaptación ciertamente positiva frente a circunstancias adversas, reduciéndose la probabilidad de que presentaran trastornos psicológicos derivados del estrés cotidiano, así como disminuyendo los comportamientos delictivos. Lo corroboro. Necesitan sentirse escuchados, expresar sus emociones, saber que tienen el apoyo de adultos comprometidos con un mundo más justo, que les valoran y quieren tal y como son.
Había estudiado que la adolescencia era una etapa de cambios biológicos, psicológicos, sexuales y sociales en los que el adolescente va definiendo su identidad. Lo corroboro. Se mezcla la contradicción de querer ser adulto sin dejar de ser niño. Y andan en la lucha entre dependencia e independencia en el seno familiar, preocupándose a cada paso por el aspecto corporal y dándole suma importancia a la integración en el grupo de amigos. La amistad es lo más importante y las relaciones son fuertemente emocionales.
Había estudiado que las habilidades socioemocionales dotaban a los adolescentes de competencias que aminoraban los riesgos a los que se ven expuestos y contribuían a su desarrollo integral. Lo corroboro. Ser inteligente emocional, capaz de entender y gestionar las emociones propias y las de los demás, es crucial en todas las etapas de la vida, y más en esta, si cabe.
¡Qué bella labor en medio de una inestabilidad arriesgada e invisible!
A poco, lo evidente es un regalo. Lo pequeño se hace grande.
Y ahí, en medio de todo, puedo decir: ¡Qué bueno que me lancé! En ese mismo instante, ya empecé a sentir paz y alegría por saberme haciendo lo que quería hacer. Gracias a la vida y a sus cuidadores que tan a tino estuvieron al señalarme algunos datos buenos.