Letícia Soberón Mainero
Licenciada en Psicología
Julio 2022
Foto: Pixabay
Dos manifestaciones del orgullo óntico
El doctor Alfred Rubio habló directamente de tres enfermedades del ser: orgullo, vanidad y ambición. Añadió otras dos, casi solo esbozadas: el ‘contrarismo’ y el masoquismo. Con este enfoque, nos ofreció un marco muy sugestivo para comprender el origen de muchos malestares derivados de estas enfermedades.
Me gustaría citar dos expresiones del orgullo óntico que tienen muchas consecuencias para la vida personal y familiar: el complejo de Adán y el síndrome del engendrador desilusionado (los nombres son míos y solo pretenden ser ilustrativos de actitudes muy profundas en la línea del orgullo).
El «complejo de Adán»
Quien sufre este complejo se olvida –o desea olvidarse de ello– que tiene ombligo. Esta cicatriz es muy elocuente, porque nos recuerda que tuvimos un principio, que no nos hicimos a nosotros mismos y que provenimos de otro ser humano. El ombligo es la señal que queda de un cordón umbilical. Esto significa que la persona no ha quedado «atada» a su origen ni sujeta a vivir al ritmo de quien lo dio a luz; sino que es autónoma y respira por sí misma. Pero le queda esta señal como un recordatorio muy útil que conduce a un mayor realismo al valorar sus propios méritos.
El ombligo, en su modestia, puede remitirnos también por extensión a las diversas dimensiones de nuestro «ser hijos» de otras personas: de una familia, de un pueblo, de una cultura, de la historia. Recordar u olvidar esto, que parece una verdad irrelevante, tiene muchas consecuencias para la vida diaria.
Quienes sufren el «complejo de Adán», viven, actúan y deciden como si inventaran la historia –su pequeña historia–, como si nadie hubiera existido antes que ellos –o todo se hubiera hecho mal–, y fuera un deshonor para su persona el hecho de reconocer y agradecer la trayectoria de quienes han construido el entorno hasta su presencia en el mundo. Este mismo complejo es visible en quienes creen haberse hecho ellos mismos, y no perciben ni valoran, por ejemplo, los esfuerzos de sus padres o educadores por darles una formación; o los de los compañeros de trabajo, que les enseñaron claves necesarias para una buena realización; o de quienes inventaron las mil herramientas que les sirven ahora para desarrollar su labor habitual.
Este «Adán», sea él o ella, no suele tener en cuenta, ni mucho menos a sorprenderse, el inmenso cúmulo de cultura sobre el que hoy se cimenta su vida, y que le hace la vida más fácil y confortable. Un «niño salvaje» solitario y aislado de la sociedad no llegaría durante toda su vida, seguramente, a inventar la rueda; entonces pensamos en la simple riqueza de un fósforo, una carretera asfaltada, el agua corriente, una nevera, un libro, una lengua compleja y rica, un coche, un teléfono o el ordenador. Sin canonizar ninguno de estos elementos, es un ejercicio de realismo y humildad poder mirar qué trecho se ha recorrido antes que nosotros y los enormes esfuerzos acumulados por los seres humanos que nos han precedido a lo largo de la historia, aunque en tantos aspectos se hayan equivocado y hoy vivamos también numerosas consecuencias negativas de su acción.
El síndrome del engendrador desilusionado
Cuando se esperan hijos sucede que, si uno no tiene cuidado, comienza a enamorarse de las ideas e imágenes que se hace de cómo será el pequeño o la pequeña. Sueña cómo debería ser, qué debería hacer, incluso qué personalidad tendrá y cuál será su profesión. Puede que uno piense que se trata de un deseo noble: que los hijos logren lo que uno mismo no logró. Pero, detrás, se esconde otra forma de orgullo óntico. Se desea escapar al límite por la vía, no de uno mismo, sino de sus hijos. Se desea engendrar hijos perfectos y, sobre todo, a imagen de lo que uno se ha construido en la mente. Desearíamos ser «dioses engendradores» que materializaran nuestras propias ideas e imaginaciones.
¿Pero qué sucede? Que el hijo o hija sale distinto. Son ellos mismos, con su propia personalidad y preferencias y casi siempre distintas de las esperadas.
La siguiente frase podría adjudicarse a muchos niños y jóvenes, a los que les han dado constantemente regalos, pero que no siempre han sido aceptados en su radical realidad: «Una vez que mis padres decidieron tener un hijo, lo deseaban perfecto. Ellos se creen muy valiosos y esperaban a unos hijos iguales o mejores que ellos mismos. ¿Y qué ocurre? Que le sale un hijo concreto que quizás comienza por ser del sexo contrario al que deseaban. Y con otros valores. Ellos se sienten tantas veces desilusionados conmigo… ¡Querían un hijo!, pero no a mí. A mí también me gustaría escuchar de mis padres que están contentos conmigo tal y como soy. Que no me cambiarían por ninguno otro posible. Que no solo me soportan, porque vine, sino que me aceptan con la alegría precisamente por ser quien soy».
El hijo o hija concreto y existente es más digno de amor que cualquier idea o fantasía que pudieran tener el padre o la madre en la cabeza. Este hijo no se hizo a sí mismo; es fruto de un acto de los padres, más o menos consciente, pero ciertamente un hecho que deben asumir como responsabilidad propia. Es humildad aceptar que uno genera otros seres que también son limitados, pero dignos del máximo respeto y autónomos (¡también tienen ombligo, ya no cordón umbilical!). Aceptarles cómo son es la base de una relación familiar sana. ¡Cuántos problemas se mitigarían o incluso desaparecerían, si los padres dijeran ese «sí» necesariamente a posteriori, a los hijos concretos que han engendrado!
Epílogo
Sanar de estas enfermedades no hace más que poner a la persona en condiciones de tomar sus decisiones más sanamente y liberarla de pesos para ejercer la capacidad de amar de forma gratificante y duradera. Es como poner su motor listo para ir hacia donde la persona desee, es decir, sanar las propias raíces para poder caminar hacia la meta que elija.
Cualquier «terapia óntica» cuenta con la libertad de la persona. Existen muchas discusiones en el ámbito de la psicología, especializada en detectar los condicionamientos que nos hacen menos libres. Pero Rubio, como otros muchos autores, defiende el hecho de que existe un ámbito –sea más amplio o más reducido– en el que el ser humano decide cómo asumir su propia realidad.
Último extracto de la ponencia presentada por la autora de este artículo en el Seminario «Patologia dels sentiments. Claus per a un benestar emocional» organizado por el Àmbit Maria Corral.