Javier Bustamante
Poeta
Foto: Javier Bustamante
Fecha publicación: 21 noviembre 2022
Alguna noche, al despertarnos sin razón, a veces percibimos un sonido sin nombre. Un sonido que puede ser la vibración del silencio y que es como si esculpiera el volumen del espacio que percibimos como interior. O bien, del espacio que nos rodea. Este sonido sin nombre nos sitúa dentro de las coordenadas materiales y nos hace escuchar lo que el cuerpo puede percibir en su estado de reposo: la temperatura corporal, el peso de los miembros, la superficie de la ropa que nos cubre, el ritmo de la respiración, el latido del corazón, la estructura del esqueleto, el volumen de los músculos, el sabor de la saliva, el olor de la cama,…
La oscuridad de esa hora despierta la visión de los demás sentidos corporales. La apertura hacia la desnudez de la existencia: aquí y ahora, que podemos traducir como la conciencia del presente. Y es cuando la sucesión de presentes que nos ha permitido llegar hasta este presente lleno de conciencia, cobra sentido: podemos darnos cuenta de que la vida es un milagro continuo, puesto que, en cualquier momento, por cualquier motivo, podemos dejar de existir. Podemos dejar de estar presentes.
En algunas piezas musicales está lo que se denomina bajo continuo. Es una forma de armonizar que tuvo mucha importancia durante el barroco. Se toca de forma continua durante toda la pieza, dándole estructura y dialogando con la melodía. Era habitual realizar improvisaciones con el bajo continuo, que consiste en acordes tocados por instrumentos de voz grave. El compositor escribía la melodía correspondiente al bajo y unos números que daban a los intérpretes una gran libertad de improvisación y creatividad, haciendo que la misma pieza sonara de forma variada gracias a la herramienta del bajo continuo. Un claro ejemplo es el Canon de Pachelbel.
La respiración es precisamente como el bajo continuo de nuestra existencia. Está presente en todo momento y experimenta variaciones de acuerdo a nuestro cambio de emociones. La frecuencia cardíaca está directamente relacionada con la respiración. Por ejemplo, el inhalar por la nariz activa la amígdala que es el centro cerebral del miedo. También, cuando inhalamos por la nariz es más fácil recordar lo que estamos experimentando. Sin embargo, si lo hacemos por la boca no se activan las mismas partes del cerebro y se desencadenan otras reacciones. Así de sutil es la relación de la respiración con lo que estamos viviendo. Es causa y consecuencia.
Hay un equilibrio que se va reinventando todo el tiempo en nuestro sistema vital y cuya respiración es un armonizador natural. Hablábamos de ese sonido sin nombre que percibimos en momentos de silencio interior. Es un sonido que está siempre presente, aunque a veces es opacado por otros sonidos y ruidos. Este sonido sin nombre también ofrece la libertad del bajo continuo del barroco, ya que nos permite sentir que la vida está variando en todo momento. Está vibrante.
Cuando respiramos, nuestro cuerpo y nuestra alma reciben información. No es lo mismo respirar a orillas del mar, en medio del bosque o por las calles de una ciudad. El aire que reciben nuestros pulmones y los olores que decodifica nuestro cerebro cambian y producen reacciones bioquímicas, emociones y recuerdos diferenciados. De igual modo, nuestra presencia, nuestro cuerpo, nuestra respiración desprende olores que inciden dentro del ámbito donde nos encontramos. Por decirlo de algún modo, somos respirados también por el ambiente que nos acoge.
Esto vendría a ser lo que se denomina homeostasis, es decir, el mecanismo de autorregulación que permite establecer un equilibrio entre un organismo y su entorno.
En síntesis, cada ser es continuidad con la realidad de la que forma parte. No existe ruptura entre nuestra existencia y la existencia de todo lo que nos rodea. Somos expresiones diferentes y a la vez complementarias de la misma realidad. Cuando respiramos conscientemente, nos anclamos en el presente y podemos ser capaces de darnos cuenta de esta evidencia: somos vida.