Josep M. Forcada Casanovas
Presidente de l’Àmbit Maria Corral
Foto: Pixabay
Fecha de publicación: 2 de febrero de 2023
Los educadores hablan de un fenómeno bastante curioso y a la vez dramático: los niños, normalmente, no estallan en rivalidades, ni forman bandos, ni tienen el afán de dominar a sus compañeros hasta que no ven estas cosas en su entorno, en los padres, en los hermanos mayores, en la sociedad, es decir, los niños quieren ser felices, no sufrir, estar alimentados, acariciar y ser acariciados, que no los peguen y tampoco pegar. La agresividad crece aún más cuando comienzan a saber historia y, sobre todo, la historia de las luchas, las guerras, las dominaciones. No se trata de pensar en el estilo que ofrecía el filósofo Rousseau sobre el niño, que en unas idílicas estructuras se va haciendo mayor y cada vez más perfecto; pero sí habría que revisar si la información de los sucesos históricos que suministramos a las generaciones más jóvenes vale la pena tal y como lo estamos haciendo y a la edad que se la explicamos. A menudo lo hacemos con intencionada pasión, sea acentuando un bando determinado, infravalorando unos u otros o dando valor a determinadas guerras, a las muertes violentas o haciendo exagerados elogios de los vencedores.
Los niños fácilmente quedan boquiabiertos al recordar a los vencedores, quienes ganaron a los más débiles. En una mentalidad primitiva, siempre se asocia al ganador con lo bueno. Por tanto, el niño saca como conclusión que, lo que de verdad vale la pena es ser vencedor, y cuantas más victorias, dominios, tierras y más gente se consiga, más mérito social tendrá. Así, el veneno de la historia anihila la posibilidad de valorar a los más débiles y sus culturas, muchas de las cuales, desgraciadamente, se han anulado en la barbarie y, sobre todo, se impide reconocer a tantas personas que han sido destrozadas por los caprichos de los poderosos.
¡Cuántos rencores sobre hechos históricos permanecen en la memoria subconsciente de las personas! ¡Países que no pueden perdonar la ocupación de unos conquistadores de hace cien años! ¡Tierras que se han rifado fríamente por el azar de las herencias! ¡Patrimonios culturales vendidos por convenios no deseados por los pueblos! Y además de todo esto, hay varios desaparecidos, unos soldados desconocidos que dan gloria a unas lágrimas que no paran de brotar y que hace que las heridas queden aún más abiertas, a pesar del paso de los años.
Quizás esta acción subliminal se mantiene en muchas personas porque no saben situarse en la historia sin sentirse esclavas, culpables o herederas de unos desastres que ni siquiera han causado, o bien porque, por otra parte, se sienten protagonistas de unas gloriosas victorias producidas mucho antes de que ellas nacieran. Es una mala manera de vivir el presente si no se mira el pasado histórico con cierta ternura, piedad o misericordia, con comprensión y perdón.
Malo si no se sabe recordar la historia por quienes hoy estamos vivos porque vemos que existimos gracias a la historia pasada, tal y como fue, «ya que si hubiera sido diferente, ninguno de los presentes habría nacido», como dice el pensador Alfred Rubio en su libro Realismo Existencial. No se trata de olvidar la historia para sumergirse en hipócritas catarsis, sino que hay que reconocerla tal y como fue para no ahogarse en resentimientos y odios. Es bueno saber reconocer lo negativo o doloroso que sucedió y hacerlo con capacidad de perdonar.
Si uno no perdona la historia significa que está temerariamente demasiado seguro de su pasado. Vale la pena ser algo más compasivos y sinceros, porque es posible que haya una historia cercana y personal que podría sacar los colores a la cara, pensando en algunos antepasados directos con los mismos apellidos que nosotros , que quizás que no eran demasiado ejemplares o eran indeseables.
Es un reto releer la historia, también la personal, con la humildad de saber que fue «fue así» exactamente, sin hacer ver que uno no quiere enterarse; pero tu pasado, tanto social como personal, te ha hecho ser quién eres, dónde estás y cómo eres en tu mundo presente. No es fácil, pero sin gratitud en el pasado –bueno, malo, agradable, desagradable, gozoso, etc.–, tú no existirías hoy.
¡Merece la pena perdonar el pasado!