Anna-Bel Carbonell Ríos
Educadora
Foto: Assumpta Sendra
Fecha publicación: 24 de mayo de 2023
Caminar con los pies descalzos. Sentir el frío de las baldosas, el calor de la arena de la playa de un día de verano, estremecerse con la humedad de la hierba, notar la rugosidad de la tierra, la calidez de una alfombra… lo que cuenta es ser capaces de descalzarnos, de desprotegernos, de andar con los pies desnudos… No por falta de zapatos ni esnobismo, sino para conectar con la madre naturaleza directamente y, así, hacerlo con nuestro cuerpo – a menudo tan ignorado–, que de abajo a arriba comienza en los pies, por donde nos pueden entrar muchas sensaciones que se confunden y mezclan en nuestro interior.
Sentir y descubrir las raíces para poder acabar conectando con el verdadero yo, para poder quedar interiormente desnudo delante de nosotros y de los demás, para darnos cuenta, como decía V. Frankl, que «en realidad solo pueden tomarnos nuestra ridícula vida desnuda». La fortaleza del alma, del espíritu, la entereza, la libertad… son siempre nuestras, y no nos las pueden tomar si las cuidamos y las educamos. Es un proceso que como educadores debemos acompañar, dándole la importancia que tiene, porque es parte de esta formación integral que permitirá que las futuras generaciones tengan las herramientas suficientes para enfrentarse a la vida, para no desmoronarse ante cualquier nimiedad. Debemos ayudar a los niños y jóvenes a adentrarse en la propia conciencia, y, como dice la escritora Susanna Tamaro, «…para hacerlo hay que estar en silencio, hay que estar sobre la tierra desnuda».
Comprender de dónde venimos, qué ha habido detrás de nosotros son las preguntas esenciales de siempre, que últimamente parecen haber desaparecido de los currículums. No son fáciles ni todo el mundo ve su importancia, y menos niños y jóvenes, en momentos en que su situación familiar es cada vez más complicada. Pero deben formularse en voz alta, interiorizarlas, aunque hagan daño, y responderlas –no puede ser de otra manera– en la intimidad de cada corazón para aceptar quién eres y vivir en paz el pasado, en plenitud el presente y con esperanza el futuro. Es el primer paso para ir adelante… y todo esto debe educarse en casa, y también en el aula.
Muchos de los jóvenes y niños actuales, a pesar del revés que les supone la crisis, sobre todo en cuanto a cubrir las necesidades básicas y en las oportunidades, etc., viven en una sociedad que les rodea de algodón, algo así como hace el protagonista de esa entrañable película La vida es bella con su hijo. Fiesta, compromisos a mínimos o inexistentes, psicosis emocionales («pobrecitos, que no se frustren»)…, sobre todo porque muchas familias han tirado la toalla, otras porque no tienen tiempo y entonces los compensan erróneamente cediendo a todo tipo de caprichos, otros –por desgracia– porque ya tienen suficientes problemas para sobrevivir… todo ello lleva a una indefinición de valores que dificulta hacer camino hacia la elaboración del propio proyecto de vida, cuando difícilmente se ofrecen pautas básicas para tomar decisiones.
Debemos trabajar la toma de conciencia de la interioridad. Una interioridad que constituye la capacidad espiritual de la persona y que se nos presenta como proposición a entrar, a asumir el riesgo de descubrir cosas nuestras que no nos gustan o no sabíamos, a lanzarnos a la aventura de hacer silencio, en el misterio. La espiritualidad como capacidad de vivir lo más profundo de nosotros mismos y las motivaciones últimas, las pasiones que nos animan, los ideales que nos llevan a vivir plenamente.
Abrir los ojos, observar, contemplar…, escucha activa, soledad, silencio, descubrimiento del otro…, mirarse –que no significa mirarse el ombligo– para descubrir quiénes son, en contraste con lo que ellos mismos y los demás pensaban que eran, al tiempo que ser conscientes de que más allá de ser hijos de… son personas individuales, con una existencia única e irrepetible que deben comandar ellos mismos para poder ser verdaderamente libres y felices.
Adentrarse no es aislarse en el yo. Es dentro donde nace la vocación del ser humano hacia el otro para poder ofrecer un nosotros de calidad y coherente.
Dentro de la persona no solo hay órganos, arterias, huesos, músculos, vísceras… sino también sentimientos, pensamientos, emociones…, que es necesario aprender a gestionar. La tarea de construir la propia interioridad es básica y debe realizarse en sintonía con las referencias sociales que a cada niño y joven le ha tocado vivir. Debe elegir, escoger, dar sentido… y para ello debe dotarse de un conjunto de valores, de un proyecto de vida que sirva de orientación a sus acciones. Dotarse interiormente para que resuenen las promesas –no siempre ciertas– que vienen del exterior, donde se mostrarán tal y como son, con sus capacidades, límites y potencialidades. He aquí, pues, que todo esto debe trabajarse también en la escuela, dentro de las inteligencias múltiples, entre las que desde hace tiempo se considera también la inteligencia espiritual.
Educar también es enseñar a los niños y jóvenes a estar solos consigo mismos. A desvelar su propia fuerza vital interior, que los lleve al autoconocimiento y en busca del sentido de la vida.
En un momento en que todo corre más que nuestro sentir, que no hay tiempo de digerir ni que estamos vivos y que solo somos plenamente si estamos en comunidad, tenemos que acompañar más que nunca a nuestros niños y jóvenes al descubrimiento de quiénes son, a la aceptación y al fortalecimiento de las debilidades que todos tenemos. Solo si se conocen, se alegran de ser quienes son y buscan caminos de superación, los haremos fuertes y resilientes ante los posibles reveses de la vida. Les ayudaremos a cultivar esa paz interior que les mantendrá serenos y seguros en sus convicciones.