Jordi Craven-Bartle
Oncólogo. Director Científico de GenesisCare Corachán
Foto: Inma Corona
Del latín, sapientia, comportamiento racional que dirige
el pensamiento en todos los ámbitos del conocer y el actuar.
Del griego, sofos, inteligencia, conocimiento.
Filo-sofos, anhelo de sabiduría.
La condición del anhelo de sabiduría es tan inmanente al ser humano que nos caracteriza como especie: Homo Sapiens. Capaz de aprender, hablar, utilizar formas complejas de comunicación mediante sonidos y signos, desarrollar habilidades y herramientas, entender conceptos abstractos y organizarse socialmente y, lo fundamental, transmitir todo lo que una generación ha aprendido a la siguiente generación.
Aunque la especie humana apareció hace un millón y medio de años, los vestigios más antiguos del Homo Sapiens, hallados en Marruecos, solo tienen 300.000 años y los del Homo Sapiens con habilidades manuales, hallados en Sudáfrica, tienen 165.000 años de antigüedad. El Homo Neanderthalensis se extinguió hace 28.000 años. Esto significa, por un lado, que durante casi 275.000 años compartieron la existencia ambos tipos de hombres y, por otro, que la diferencia entre ambos radicaba en la condición de sapiens que tenía uno y el otro no. Pensando que ambos eran humanos y que podían haber llegado a compartir conocimientos, al Homo Sapiens se le duplicó el adjetivo: Homo Sapiens Sapiens, pero los actuales estudios filogenéticos han descartado el nexo y por eso hoy no es necesario duplicar el adjetivo.
Compartimos con los homínidos los instintos y las emociones en la base de nuestro encéfalo, el paleoencéfalo, pero necesitábamos algo más para conseguir el conocimiento y transmitirlo: el neoencéfalo, el lóbulo frontal, característica fundamental y única del Homo Sapiens que permite la memoria autoconsciente, es decir, el pensamiento. Entre ambos, las emociones y los conocimientos aparecen las creencias que comparten la emoción y la búsqueda de racionalidad, limitada esta por la indemostrabilidad de la trascendencia. Con estos tres fundamentos, las emociones, creencias y conocimientos se perfila la conducta humana.
Desde Pitágoras sabemos que el conocimiento que puede alcanzar el Homo Sapiens es tan limitado, que la sabiduría absoluta resulta imposible y la convertimos en atributo divino. Nosotros nos limitamos al anhelo de conocimiento, la filo-sofía, que no solo es atributo humano, sino también virtud. ¿Este anhelo es una acumulación enciclopédica de saber por saber? ¿Será sabio el hombre encerrado en una biblioteca aprendiendo todo el conocimiento que ha logrado la humanidad? Aristóteles responde a la Ética de Nicómaco: «La sabiduría memorística individual por sí sola es estéril si no afecta a la conducta, filtrando las emociones y creencias por los conocimientos racionalmente aprendidos». Es tan importante este aspecto de la sabiduría, que Aristóteles le da una palabra diferenciada: la prudencia, referida a la conducta moral regulada por la sabiduría, con el buen juicio del discernimiento de la verdad, de lo bueno y de lo malo, lo que llamamos sencillamente la reflexión con sentido común.
Para muchas religiones, la sabiduría es un atributo de la divinidad y para algunos la sabiduría se logra con una especie de iluminación divina. Sin duda, las referencias bíblicas a la sabiduría son múltiples y constantes. Pero estas connotaciones pertenecen al mundo de las creencias y ahora hablamos a un nivel mucho más llano, el de los conocimientos, para apoyar la idea de que todos los seres humanos tenemos un anhelo de conocimiento que deseamos compartir y que modula nuestra conducta para poderle dar la riqueza moral de la que nos habló Aristóteles: la prudencia.
Raimon Panikkar Alemany, filósofo y teólogo catalán (hermano de Salvador) de padre indio hindú y madre catalana, fue entrevistado por Margarida Rivière en su libro El silencio de Buddha, 1996. En este libro recuerda que el sabio es lo contrario del ‘sabiondo’, es una persona consecuente consigo misma, con su entorno y con sus creencias, las tres dimensiones de las que antes hablábamos. Preocupado por la crisis del progreso decía «cuantas más cosas creemos saber, menos sabemos. Acumulamos resúmenes de todos los conocimientos que nos llevan en una dirección completamente falsa. La solución no es ‘sálvese quien pueda y yo el primero’. La única solución es realizarnos personalmente como seres humanos. No me preocupa la toma de decisiones, pero ahí radica si nos mueve el egoísmo o el amor. Yo solo sé cuál será mi próximo paso, pero sé que he de vivirlo como si fuera el último». Merece la pena hacer una búsqueda en Internet para ver el vídeo de You Tube de Raimon Panikkar, ¡Saber vivir, saber morir!
En un tiempo en que el conocimiento y la técnica evolucionan tan rápido que cuesta incluso entenderlo. El mundo de los hechos de lo que ocurre cada día en nuestro entorno nos deja a veces boquiabiertos, sin saber demasiado qué pensar de todo ello, como embobados ante el torbellino tormentoso. Es el mundo de los hechos que está ocurriendo por delante del mundo de los valores. En este momento la prudente sabiduría nos obliga a la reflexión serena que nos ayude a construir la paz interior buscando equilibrio entre nuestras emociones, nuestros instintos, nuestras creencias y nuestros conocimientos. Y cuando podamos percibir una lucecita, como una estrella del firmamento, que nos señala los valores que deben guiar nuestra vida e incluso nuestra muerte, en aquel momento percibiremos que compartimos con nuestros hermanos en la existencia el gozo de la vida.
Así es como brota el amor a la humanidad que demuestra este tipo de sabiduría que, por encima de celos, engaños, avaricias y guerras, queremos compartir con nuestros hermanos.