Joan Romans Siqués
Profesor
Fotografía: Assumpta Sendra
Fecha de publicación: 11 de noviembre de 2024
Es muy acertada la expresión latina homo viator. El hombre es un peregrino por los caminos de la vida, unos caminos que le llevan hacia un destino que nunca sabe dónde terminará. A menudo la persona se empeña en llegar a una meta deseada, programada, bien estudiada y trabajada y muchas veces se da cuenta de que ha llegado a un sitio muy diferente, que nunca habría soñado o que ni siquiera sabía que existía. Y también contento, asombrado y agradecido del nuevo destino que la vida le tenía preparado.
Este proceso de hacer camino, vivir el camino y disfrutar del camino no nos resulta nada fácil. Tenemos prisa, prisa por llegar a una meta o por conseguir algún hito y cuando hemos llegado o hemos conseguido lo que deseábamos a continuación ponemos rumbo hacia otro destino, otro objetivo, sin recrearnos en el lugar al que hemos llegado o ni siquiera haber vivido ni saboreado a conciencia el camino recorrido. La vida tiene subidas y bajadas, tiene tramos rectos, seguidos de curvas peligrosas, días claros y otros oscuros. Pero vamos tan distraídos que ni nos damos cuenta. Nuestra sociedad no nos ayuda en absoluto, más bien nos dice: «corre deprisa, con mucha prisa, siempre adelante, no te detengas sino otros te avanzarán, no ‘pierdas el tiempo’, no te entretengas disfrutando del entorno ni del camino, no te despistes, corre, corre, tienes que hacer experiencias nuevas, debes probarlo todo, tienes que vivir al límite, hacer deporte de riesgo…»
Es como una especie de enfermedad. El mundo actual nos empuja a ello. Hay que estar muy despierto para ser consciente de este hecho y no caer en esta trampa frenética que no nos deja vivir a fondo. A menudo, valoramos más la cantidad que la calidad.
Es obvio que todos tenemos objetivos, unos propósitos, unos sueños por los que debemos trabajar y esforzarnos por conseguirlos. Y todas las empresas, gobiernos, administraciones, entidades sociales, etc., tienen unos programas a alcanzar. Por supuesto, si no fuera así quizás todavía viviríamos en las cavernas. Pero no me refiero a esto.
El ser humano no es un ‘producto’ que deba explotarse para sacarle el máximo rendimiento a costa de lo que sea ni hacerlo rendir hasta el extremo para obtener el mayor beneficio posible. Y más cuando, casi siempre, se hace en contra de su voluntad. La persona no es una ‘unidad de producción’ que dé ganancias y prestigio a unos terceros. Sin embargo, el mundo no nos lo pone fácil. Un buen ejemplo lo encontramos en el mundo de las competiciones deportivas. A menudo parece que, si no eres el ganador, si no eres el primero de la carrera, eres perdedor, un fracasado. No vas a salir en televisión o en los periódicos o, peor, si sales será para destacar que no has ganado. O el primero o nada. Parece que haber competido brillantemente y ofrecer un buen espectáculo a la afición no tenga mérito si no te has llevado la copa.
En la vida, el premio no es ninguna medalla de oro, ni ningún reconocimiento social, ni salir a menudo en los periódicos, ni en televisión, ni tener miles de seguidores y amigos (¿amigos?) en las redes sociales. El premio es saborear y disfrutar del camino que vas haciendo con toda la dignidad que comporta ser persona, vivir y convivir con los demás, sin pisarlos, dejando que también hagan su camino, celebrando sus alegrías y llorando sus penas.
No hace falta perseguir grandes hazañas, pretender proyectos casi inhumanos, batir nuevos recuerdos cada día, ni hacer heroicidades que, en todo caso, te los exigirá la misma vida y te verás empujado a hacerlas. No vaya a ser que bajo la apariencia de un ambicioso proyecto personal buscáramos, consciente o inconscientemente, una gloria (huidiza) y un reconocimiento hacia nuestra persona. Vanidad.
La vida es camino y la meta es vivirla con la mayor plenitud humana.
Homo viator, la persona que hace camino y es consciente de ello.