Ivón Ayala Galán
Bióloga
Foto: Flutie 8211 (Pixabay)
Fecha de publicación: 13 de enero de 2025
Todos los seres vivos, desde el momento en que empezamos a existir, vamos incidiendo en el medio más o menos hostil o amigable en el que nos movemos y nos desarrollamos y, al mismo tiempo que luchamos por adaptarnos, lo vamos modificando de una forma más o menos deliberada en beneficio propio. Estas modificaciones, producidas potencialmente por cualquier organismo vivo, abarcan desde la secreción de toxinas hasta el vertido masivo de sustancias de desecho. De hecho, es así como apareció el oxígeno en nuestra atmósfera: como un producto tóxico que los primeros organismos fotosintéticos liberaban en el medio externo, y al que el resto de organismos se fueron adaptando; finalmente, lo que era un veneno se convirtió en un recurso esencial para los organismos más evolucionados.
Al igual que el resto de los seres vivos, los humanos también hemos ido incidiendo en el medio; pero las alteraciones que hemos ido provocando se han agravado desde la Revolución Industrial, del inicio del crecimiento exponencial de nuestra población y de la desproporción del reparto y la explotación de los recursos naturales entre los distintos países.
En los años sesenta del siglo pasado, con el nacimiento de las ideologías hippies, comenzó una corriente de revalorización del medio natural de la que surgieron los primeros movimientos ecologistas organizados, que ya en ese momento trataban de llamar la atención sobre la poca racionalidad con que el ser humano se relacionaba con su entorno. De esta forma, los ecologistas fueron líderes en la toma de conciencia social ante la modificación y la destrucción progresiva de factores y recursos.
Pero el ecologismo había nacido de las cenizas de la modernidad; esto significa que, además de recuperar valores vitales, como el aprecio de la vida y la defensa del presente, también había heredado los valores de la posmodernidad. ¿Cuáles?
La posmodernidad, como reacción frente a la modernidad, no cree en la razón como fundamento de la crítica; como consecuencia, al negar la razón, el ser humano se apoya en un sentimentalismo exacerbado. ¿Cuáles son las implicaciones de todo esto en la ecología? Un sentimentalismo desvinculado de la razón nos haría militantes inconscientes e incoherentes, llevados por las olas de la moda… Quizás esto es lo que ocurrió en las décadas de los ochenta y de los noventa del siglo pasado: éramos ecologistas por moda, más que por íntimo convencimiento. Pero, ¿y ahora?
El actuar siguiendo solo la tónica general y no la propia convicción no permite realizar todas las cosas positivas que de verdad se pueden hacer, porque la creatividad personal queda dañada. Se necesitan unos sentimientos auténticos, apoyados en la razón en una medida justa, que nos lleven a una coherencia personal primero, para extenderla después por todas partes y por todas las vertientes posibles de la ecología.
Muchos representantes de todas las ramas del conocimiento llevan tiempo intentando trabajar «al unísono» por la misma meta de no degradar más nuestro planeta, por la recuperación de los espacios degradados, por el desarrollo sostenible… Pero no lo logran, o no del todo. Quizá falla la coherencia personal de la que hablábamos; o quizás lo que falla es que las diferentes propuestas a seguir no son universales.
Si queremos trabajar, por ejemplo, para el desarrollo sostenible, ¿cómo acordar unas bases válidas para todos? Podríamos hacer un planteamiento previo a cualquier otro de cariz ético o moral: una perspectiva existencialmente realista.
Es evidente que la naturaleza existía antes de la aparición del ser humano. Para cubrir sus necesidades, la humanidad ha trabajado por el aprovechamiento de los recursos que tenía a su alcance, pero no los ha creado de nuevo: solo los ha transformado, a menudo de forma desmedida y provocando graves alteraciones en el medio ambiente.
El agotamiento de recursos debido a la mala gestión debe concienciarnos de que no podemos existir solos: ¡necesitamos de nuestro entorno! La aceptación de esta realidad debe llevarnos a reconocer que no basta con ir transformando las materias primas, sino que también hay que cuidarlas, estas mismas materias primas y las ya transformadas; debemos llegar a ser capaces de conservar lo que tenemos, como ya hacían nuestros tatarabuelos, porque no ha sido creado por nuestra mano de la nada, sino que lo hemos transformado a partir de una realidad preexistente: en último término, la naturaleza, entidad que no podemos recrear, tan solo mantener.
Estas actitudes existenciales nos llevarán, seguramente, a la adopción de disposiciones morales coherentes. Por ejemplo, a una revisión profunda de la sociedad de consumo: más que ir hacia una austeridad extrema que nos impida disfrutar de nuestro entorno, quizás es mejor dirigirnos a una utilización racional de los recursos de que disponemos, de manera que no se altere negativamente nuestro entorno y que todo el mundo pueda disfrutarlo.
Personalmente, creo que ya nos hemos puesto en marcha, pero todavía nos queda un largo camino por recorrer. Hay que seguir ideando proyectos realistas hacia los que podamos ir trabajando desde ahora; de hecho, si no se planifica, no se puede hacer nada, ya que no hay ningún objetivo hacia dónde ir. Es necesario que comencemos trabajando la coherencia personal para poder seguir siendo coherentes a gran escala.
Comparto la opinión del filósofo escritor irlandés Edmund Burke que dijo: «Nadie ha cometido una mayor equivocación que aquel que no ha hecho nada porque solo podía hacer algo».