Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Salamanca, noviembre 2013
Foto: http://cort.as/7Rwa
Si hablamos de endogamia aplicada a la política, rápidamente pensamos en los partidos políticos, en el denominado aparato de partido, en comportamientos amiguistas, nepotistas, etc. Pero también existe un tipo de endogamia del hombre político que es la que tiene que ver con el tratamiento de la diversidad: la humana, la de tendencia política…
La endogamia, esta dinámica consistente en vincularse casi exclusivamente con los cercanos, con los del propio grupo de referencia, tiene efectos aparentemente positivos pero que incluyen componentes enfermizos. La tendencia a reforzarse contando con los semejantes —tan útil y comprensible en algunos aspectos—, a menudo contiene la semilla del encerramiento sobre sí y de la desconfianza —cuando no de la animadversión— hacia el otro, el diferente, el de fuera, el discrepante… La relación fuerte con los propios no tendría por qué implicar el desarrollo de patologías sociales relacionadas con el rechazo de la diferencia y la imposición de cualquier tipo de uniformidad, pero hay que ser conscientes del riesgo y saber que, fácilmente, se desarrollarán a más o menos largo plazo si no velamos por ello.
Lo interesante es que este tipo de dolencia puede afectar tanto a los grupos mayoritarios como a los minoritarios. En la legítima defensa de la propia identidad, hay que prestar atención a que el refuerzo no venga por la vía del rechazo ni del menosprecio del otro solo por el hecho de ser eso: «otro».
La incuestionable realidad de la diversidad que caracteriza las actuales sociedades occidentales demanda tomar posiciones y medidas al respecto, desde una perspectiva política. Así pues, la diversidad ha de reflejarse en las constituciones, las legislaciones, las políticas administrativas a toda escala, etc.
Porque de lo que se trata es de dar el paso del conocimiento al reconocimiento, del saber que existe la diversidad a asumir las implicaciones que conlleva. Vemos al otro —incluso nos identificamos con él— en tanto que sujeto de derechos y deberes, sujeto de posibilidades como nosotros mismos. Y el proceso habitual es que, a mayor reconocimiento, mayor respuesta de implicación.
Sin embargo, de nada sirve legislar si no hay convencimiento de fondo por la ley a aplicar. Contrariamente a una comprensión excesivamente fría de la justicia, esta necesita de algún grado de afecto, de estima para ser lo que ha de ser y actuar como tal.
Y al respecto, no está de más reconocer ciertos riesgos que aparecen a la luz de cómo se ha abordado el tema de la diversidad: quizás ha habido mucha atención respecto a las formas con poca correspondencia en el trabajo sobre las convicciones de fondo. En muchos casos, la diversidad se maneja estratégicamente, de modo que hacemos cambios en las formas, las palabras, las cuotas… sin que se correspondan a un cambio de perspectiva y consideración hacia la diversidad. Esto hace que el grado de asunción de la diversidad sea, socialmente, muy superficial y, por tanto, poco resistente a las inevitables dificultades.
Porque no tenemos que engañarnos: gestionar la diversidad en concreto es de alta complejidad. Hay que eludir cualquier tipo de discurso ingenuo y, en cambio, abordar el imprescindible trabajo de las convicciones profundas. El reconocimiento de la diversidad es expresión de respeto cordial —y no solo tolerante— hacia la realidad de personas y colectivos concretos. Y la transformación de este reconocimiento en dinámicas sociales, medidas concretas, respuestas institucionales, es la confirmación de que no se trata de un reconocimiento meramente formal ni estratégico.
Así pues, si incorporamos a la reflexión la conocida expresión de Westen, de que «el cerebro político es un cerebro emocional», habrá que tener en cuenta también lo que ya hemos aprendido de otras capacidades constitutivas del ser humano: que son educables. Esta emoción primaria de vinculación con los semejantes, con los cercanos, es educable. Las investigaciones científicas sobre el cerebro humano apuntan a su gran plasticidad y a que la capacidad de adaptación y de aprendizaje perdura mucho más de lo que se pensaba. En esta línea, no podríamos estar más de acuerdo con la filósofa Adela Cortina cuando afirma que «el progreso moral consiste en ampliar el círculo del “nosotros”». La endogamia no es una fatalidad inevitable sino un riesgo a soslayar con madurez y habilidad. El reto que afrontamos hoy es el de lograr cohesión social con una consideración amable y efectiva de la diversidad.
¿Hace falta un trato de la diversidad? Sí. ¿Conviene una gestión política de la diversidad? Sin duda, sí. Pero no solo hace falta y conviene, sino que la cuestión radica en que lo deseemos y queramos por coherencia con el aprecio al ser humano y el respeto y reconocimiento de su dignidad. Si nos quedamos en un mero cálculo utilitarista, las medidas concretas —administrativas, legales, económicas, educativas, etc.— que tomemos, estarán faltas del aliento vital que las ha de impulsar con sostenibilidad. Este es el matiz que no por su aire de bienintencionado ha de ser menospreciado.