Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Salamanca, julio 2013
Foto: Marta Miquel
En el hemisferio norte es tiempo de verano. Parece que el clima y el cambio de ritmos y actividades, así como de lugares invitan especialmente a mirar más allá. Quienes se acercan a las playas, —aunque no sean conscientes de ello—, comprenden interiormente por qué bautizaron aquel cabo como Finisterre. A quienes gusta la montaña, porque desde cimas o miradores, impacta la sensación de inmensidad. A quienes agradan las tierras de interior, porque hallan en los inacabables campos de cultivo una especie de sobriedad seductora…
Para muchos es también ocasión para visitar edificios, museos o pasear ciudades. Paisajes humanos y urbanos que invitan a adaptar el ángulo de enfoque. Para quien sabe hacerlo, puede convertirse en una experiencia tan contemplativa como la que evocan los entornos naturales. Hay quien sabe detenerse ante un cuadro y adentrarse en él, traspasarlo…
Pienso en Salamanca, una ciudad que tiene un perfil impactante cuando se llega a ella desde el este o el sudeste. Unos cuantos kilómetros antes, comienza a dibujarse el perfil de la catedral y el de algún otro edificio histórico monumental: construcciones góticas y renacentistas, que responden a una estética, a un concepto de la belleza e incluso de la divinidad y la relación con ella. Por muchos años que pasen, por muchas que sean las veces que te acerques, no deja de impactar esta magnífica imagen que también recuerda la narración novelada de la construcción de Santa María del Mar en Barcelona, la Catedral del Mar… Mueve a sensaciones que sintonizan con rasgos de la estética del gótico en ese elevarse, en un esfuerzo titánico, hacia la inmensidad, a lo inabarcable, para intentar acercarse a ello…
Pero también me ha sucedido a la inversa cuando me he acercado a otras ciudades, con un estilo completamente diferente. Recuerdo una en cuyo skyline (palabra que muchos aprendimos con el atentado del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York), aparecían cuatro rascacielos que sobrepasaban con mucho el resto de edificios de la ciudad. Y, no me pregunten por qué, se me hizo evidente como nunca, que eran los templos a los ídolos contemporáneos; templos repetidos en todas las grandes metrópolis de nuestro tiempo. Templos a los ídolos del dinero, del poder, de la ostentación, del orgullo….
Tal vez esta impresión tenga que ver con la desmesura con respecto a los otros edificios; lejos las medidas amables, la proporción con el entorno aun admitiendo la monumentalidad… Quizá porque da la impresión de que el esfuerzo de subir y subir hacia arriba es narcisista, sin otra intención que la autocomplacencia, y no remite a ningún otro lugar que a sí mismo. La diferencia entre los ídolos y los iconos, dicen, es que los ídolos provocan que la mirada que se les dirige, quede atorada en ellos, mientras que los iconos hacen la que mirada los atraviese y vaya más allá, a la realidad misteriosa a la que quieren remitir.
Un horizonte mueve a admiración, maravilla y hace ir más allá, adquirir una mirada amplia que integre cosas diversas, saliendo de lo inmediato. El otro es como un muro contra el que te topas, que remite a él, y solo a él. Y en su indiscutible pericia arquitectónica yo no soy capaz de ver más que el aislamiento del hombre contemporáneo que se aferra a sus ídolos y rompe la relación con sus congéneres.
La mirada veraniega, aligerada por la luz y el buen tiempo, puede invitar a ir más allá o adentro, a abrir el gran angular o a acercar el objetivo hasta captar el más pequeño detalle que nos pasa desapercibido cotidianamente. Porque si se detiene y queda estancada sobre sí misma, acaba no viendo nada o, lo que aún es peor, creyendo que lo que ve y como lo ve es lo único que existe.