Por Elisenda Serrano Munné
Filóloga catalana
Barcelona, marz 2014
Foto: Creative Commons
Vivimos inmersos en una sociedad líquida, de relaciones tibias, donde sólo sale a flote el individualismo, el consumismo, la desigualdad y la incertidumbre. Sin embargo, unas cuantas ideas toman forma y solidifican la liquidez. Los medios de comunicación, los políticos, los economistas –los nuevos gurús–, etc., nos bombardean fría y constantemente con mensajes que tienen como finalidad el terminar de condensar un determinado statu quo: «de la crisis ya no saldremos como antes», «se han acabado los puestos de trabajo para toda la vida», «tenemos que hacer de tripas corazón ante los recortes», «más vale que pensemos en hacernos un plan de pensiones», «hay un 10% de individuos que ya no son recuperables para el sistema», etc. En todas estas afirmaciones se oye el eco de un Gran Hermano global que nos habla a diario en la lengua del “sistema” y que quiere que aprendamos y repitamos de memoria su idioma sin darnos cuenta de ello. Como diría el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1920), mediante la repetición constante de ciertos mensajes, el dogma fomentado por el poder nos ha hecho creer que el mundo es así porque es tal y como deben ser las cosas por naturaleza y que ya no lo podremos cambiar. No hay alternativa ninguna.
Tony Judt (Londres, 1948-2010), uno de los principales historiadores de la segunda mitad del siglo xx, ya nos alertó de que este lenguaje y pensamiento “economicista” no es inherente a los humanos y que «buena parte de lo que hoy nos parece “natural” data de los años ochenta: la obsesión por la creación de la riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las disparidades crecientes entre ricos y pobres. Y, por encima de todo, la retórica con que se acompaña: admiración acrítica por los mercados sin restricciones, menosprecio por el sector público, la ilusión por el crecimiento infinito. No podemos seguir así». En lo que terminó siendo su testamento cívico, Algo va mal. Tratado sobre el malestar del presente (2011), Tony Judt cuestiona el credo neoliberal y predice acertadamente que la desigualdad económica será uno de los males del siglo xxi: «Cuanto mayor es la distancia entre unos pocos ricos y las cada vez más numerosas clases empobrecidas, peores son los problemas sociales. Y esta apreciación es válida tanto para los ricos como para los pobres. Lo que de verdad importa no es la riqueza de un país sino lo desigual que es». Desde la lucidez que a veces da la inminencia de la muerte, Judt nos advierte de la necesidad de repensar el Estado teniendo en cuenda el legado de la socialdemocracia y de los logros conseguidos en el siglo xx (el estado del bienestar). Bien, el caso es que, tras la crisis económica, la cuestión de reinventar la política y las instituciones está ahora más vigente que nunca.
De acuerdo con lo que defiende el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz en El precio de la desigualdad. El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita (2012), Zygmunt Bauman desmiente todos los falsos mitos del imaginario colectivo y/o de la doxa de la economía de libre mercado en ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? (2013), su breve tratado sobre la desigualdad humana. Uno de ellos es la existencia necesaria de un reducido número de ricos (la élite financiera, los supuestos “creadores de empleo”) que concentren los bienes y el capital para que al resto de la población le lleguen los beneficios del crecimiento económico (teoría del goteo). No obstante, la mayoría de los beneficios se invierten en la economía financiera, de manera que no llegan a traducirse en puestos de trabajo. No es cierto, concluye Bauman, que la búsqueda del beneficio individual sea el mejor mecanismo para lograr el bien común, que la riqueza de unos pocos nos beneficie a todos.
Bauman demuestra con cifras que la desigualdad económica del mundo actual está a punto de convertirse en el primer perpetuum mobile de la historia, ya que los ricos luchan por afianzar sus privilegios (“salarios estrella”, acuerdos de despido que son “paracaídas de oro”, descuentos fiscales, etc.), mientras que el número de pobres crece cada vez más. Además, la desigualdad también aumenta en el seno de los países ricos, de modo que la clase media se degrada y se precariza.
El sociólogo también se pregunta por qué toleramos la desigualdad si ésta es injusta y llega a la conclusión de que implícitamente aceptamos toda una serie de creencias impuestas que nunca verificamos o ponemos en duda aunque sus puntales sean poco sólidos y que hacen que pensemos que el mundo se rige por la necesidad y no por un código moral abstracto. Bauman sabe descubrir la verdad que se oculta tras las apariencias y a través de las páginas del libro se dedica a sacar a la luz y a refutar las falsedades que nos quieren hacer pasar por obvias: «1. El crecimiento económico es la única manera de hacer frente y de superar todos los desafíos y los problemas que genera la coexistencia humana; 2. El crecimiento continuo del consumo, o más precisamente una acelerada rotación de nuevos objetos de consumo, es quizás la única manera, o en todo caso la principal y más eficaz, de satisfacer la búsqueda humana de la felicidad [en otras palabras, el camino de la felicidad pasa por ir de compras ]; 3. La desigualdad entre los hombres es natural y adaptar las oportunidades de la vida humana a esta regla, nos beneficia a todos, mientras que intentar paliar sus efectos nos perjudica a todos; 4. La competitividad (con sus dos caras: el reconocimiento del que se lo merece y la degradación/exclusión del que no se lo merece) constituye de manera simultánea una condición necesaria y suficiente de la justicia social así como de la reproducción del orden social».
Vamos hacia un mundo cada vez más “desregulado”, guiado por la “mano (supuestamente) invisible” de los mercados y en el que el hiperconsumismo y las nuevas tecnologías han pasado a ser una nueva religión; adoramos los gadgets, los móviles, las aplicaciones porque satisfacen sin rechistar todos nuestros deseos narcisistas. Los hipermercados y/o los grandes almacenes se han convertido en los nuevos templos de la comunidad y allí quemamos, fundimos un dinero líquido, volátil, que sólo tiene la consistencia del plástico, el de las tarjetas de crédito.
¿Cómo podemos detener el aumento exponencial de la desigualdad entre generaciones y entre países? Vivimos en un mundo que se comunica en red, en el cual unos y otros estamos conectados y, sin embargo, ya no actuamos como una única comunidad. En un mundo de individuos que sólo saben mirarse el ombligo, donde están de moda las autofotos o selfies, donde la mayoría quiere devorar nuevas experiencias y colgarlas en Internet para embellecer y dar cuerpo a su identidad virtual, donde hay gente que retransmite su vida en las redes sociales en vez de vivirla, creo que es difícil poner en marcha un proyecto colectivo. No obstante, muchos dirían que no, que son estas mismas redes las que hicieron posible el 15-M, el Occupy Wall Street y las llamadas “primaveras árabes”. ¿Cuál ha sido, sin embargo, la duración y la consistencia de estos movimientos? ¿En un mundo de tantos cambios, que gira a tantas revoluciones, puede imponerse únicamente una revolución que sea permanente? ¿Hay que hacer la revolución para después volverla a hacer, tal y como propone Teresa Forcades?
Me vienen a la mente los “indignados”. Indignar o indignarse es un verbo que nos remite al estado del sujeto, que nos devuelve el malestar en forma de pronombre, pero que no nos dice que actuemos. Y bien, en caso de hacerlo, ¿es suficiente con apoyar una causa por Internet, es suficiente con asistir a una manifestación o queremos tan sólo un compromiso cómodo, hecho a nuestra medida? Pienso que para poder empezar a cambiar el estado de las cosas tendríamos que darle la vuelta a nuestra mentalidad para volver a creer en valores tan sólidos como el compromiso a largo plazo, la cooperación amistosa, la confianza o la ayuda mutua sin esperar nada a cambio.
Según el índice Gini (el principal indicador de la desigualdad; cuanto más baja es la cifra, más igualitario es un país), España es el segundo país con más desigualdad de Europa, sólo superado por Letonia. Datos de Intermón Oxfam constatan también el grado de desigualdad que existe en el Estado español. Está comprobado que la desigualdad afecta a la salud democrática, disminuye la esperanza de vida, provoca fractura social y es la causa de muchas patologías. Si la desigualdad se mantiene es porque hay una mayoría que prefiere vivir apoltronada en el confort de las mentiras colectivas que cuestionar el statu quo, sobre todo si parece que las cosas no les afectan directamente. Aún así, hay gente comprometida y un movimiento como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) –una lucha que ahora cumple cinco años– nos ha demostrado la fuerza que tenemos como “sociedad civil” y nos ha hecho ver que podemos parar incluso al poder financiero, los bancos, pensando en colectivo y realzando los valores. Pienso que si de una vez por todas decidimos que tenemos derecho a decidir y a decidirlo todo, nadie podrá hacernos creer que es imposible desahuciar del mundo y/o de nuestro país una desigualdad que hipoteca presente y futuro.