Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Salamanca, octubre 2011
Foto: M. Hossain
La irrupción de las redes sociales en Internet hace tiempo que provoca alboroto. Partidarios y detractores exponen sus argumentos. Los unos defienden que se trata de una gran oportunidad para establecer relaciones y salvar las distancias geográficas. A lo que responden quienes no las ven con tan buenos ojos, culpabilizándolas de que la gente descuide la importancia de las relaciones personales presenciales.
Unos y otros intentan convencerse para que o bien se entreguen sin reservas a las nuevas comunicaciones sociales, o bien renieguen de ellas y se mantengan en el ámbito de las formas, digamos, más «tradicionales».
No parece un criterio sensato apreciar la novedad sólo por el hecho de ser nueva, como tampoco lo es negar sus posibilidades sólo por ser inexploradas o inmaduras. Por lo que puede observarse, algunas de estas redes sociales permiten establecer un tipo de relación que es diferente. Por tanto, en principio no entraría en conflicto ni iría en detrimento de otros tipos de relaciones. Al menos, no tendría por qué hacerlo.
Cierto es que provocan sensación de inmediatez, de estar fuera del tiempo por eso de que «la red no duerme». Y como todo lo que tiene que ver con las tecnologías de la información, tienden a crear cierta adicción: uno se engancha a ellas.
Aceptemos que habría que asegurar cierta madurez en el uso para que sean un instrumento que nosotros manejemos y no al revés: que la red nos maneje a nosotros. Pero seamos sinceros: también abusamos de otras cosas en la vida. Sí, comemos y bebemos inadecuadamente, pecamos de sedentarios, nos atracamos de programas de televisión, forzamos el tiempo para meter en él lo que es imposible… Vamos, que el riesgo de mal uso y de abuso no supone necesariamente que las redes sociales sean malas en sí, sino que no las sabemos manejar adecuadamente.
Intentando no demonizar las nuevas formas de comunicación, y desde una mirada de media distancia, por lo que se ve, la red abre la posibilidad de una relación ligera, a veces cotidiana en el sentido de compartir pequeñas cosas. Es un altavoz que responde a una realidad contemporánea: nuestras relaciones se han multiplicado en número y diversificado en localizaciones. La red es un modo de recuperar y mantener cierto contacto con personas que viven en puntos distantes y con quienes el encuentro personal físico es imposible o complicado en el día a día.
Como contrapartida, cierto es que da la impresión de que hay quien publicita por Internet lo que no es capaz de compartir con quien tiene al lado. Cuelgan en el facebook sus sentimientos, mientras que son incapaces de explicitarlos a quienes conviven con ellos: ¡o simplemente ni se les pasa por la cabeza el hacerlo! Así como también hay que reconocer que es un nuevo medio para llamar la atención de los otros, transparentando, a menudo, una considerable inmadurez.
El conjunto hace pensar que quizá muchas personas resuelven a través de estas redes la cotidianeidad que el ritmo de vida y el individualismo de nuestras grandes ciudades o nuestra sociedad no permite. No seamos demagogos: ¡la gente no ha dejado de hablar al vecino porque ahora esté en la red! Hace mucho tiempo que la gente convive prácticamente ignorándose y muchos jóvenes han crecido ya en este anonimato e incluso indiferencia vecinal. Tal vez el uso de las redes sea un modo de responder a la necesidad de convivencia, de asegurar que alguien sabe de uno… ¡aunque sea en el ciberespacio! Ello no implica que sea la respuesta adecuada. Pero tal vez conviene reconocer que, al menos en parte, es una respuesta a una deficiencia; y mientras no haya otras, probablemente ésta irá ganando en fuerza, mientras los códigos de las relaciones presenciales van quedando olvidados por falta de práctica.