Por Íñigo Damiani
Psicólogo
Roma, diciembre 2010
Foto: Jabka
El ocaso de la primera década del siglo XXI parece exigir que se reformulen varias de las pocas certezas que se tenían en el año 2000 sobre la ampulosamente llamada «Sociedad de la Información». Millones de ordenadores dialogan con otros tantos teléfonos móviles, el correo electrónico y la web nos siguen por la calle. La cultura digital ha alcanzado una enorme complejidad. Millones de usuarios/productores alimentan el ciberespacio con todo tipo de contenidos que se reproducen en los periódicos en papel y viceversa; la aceleración de los flujos informativos convierte cualquier anécdota de pueblo en un evento mundial. Se ha roto la frontera entre vida privada y ámbito público; nadie se plantea si lo que pone a circular en la red puede tener consecuencias.
Y sin embargo, hace sólo diez años la UNESCO celebraba en París su tercer Congreso sobre Infoética, con el propósito de animar la reflexión sobre los desafíos éticos, legales y sociales del ciberespacio. Al igual que los anteriores, fechados en 1997 y 1998, afrontaba temas como el acceso a la información, el concepto de «uso legítimo» de la misma y los principios para generar legislaciones nacionales que protegieran la dignidad humana, la seguridad, la vida privada y la libertad de expresión en las redes mundiales. Se daba por hecho que las democracias se consolidarían con las posibilidades de esta nueva era, con la información y el conocimiento como materia prima de su desarrollo. Pensaban en unas democracias con la participación responsable e informada de los ciudadanos y de los cuerpos sociales, junto con la transparencia de los gobiernos.
Hoy toda esta discusión adquiere matices completamente nuevos. Aunque la información puede estar al alcance de la mano, el usuario responsable tiene que superar, para encontrarla, la barrera invisible de la superficialidad. Las noticias suelen llegar simplificadas en breves titulares. La prisa, la escasez de espacio y el deseo de vender despojan a la noticia, además, de los matices que le dan cuerpo y profundidad. La máquina noticiosa trabaja a destajo en pos de la última novedad. Pero sobre todo, los datos llegan des-contextualizados, sin las claves de lectura que son propias de toda auténtica comunicación. Breves palabras extraídas de un discurso político, de un estudio científico, de un proceso judicial, nos son servidas sin su contexto como frases lapidarias en los titulares para buscar el máximo impacto emotivo. Creemos haber sido informados y únicamente nos han dado algo parecido a un puñetazo en la nariz: no tenemos el código de comprensión de la noticia. Algunas personas leen los artículos enteros, pero no son tantas las que buscan verificar, en las fuentes directas, la noticia en su integridad. ¿Y cuántas se aplicarán para profundizar sobre los antecedentes o marco del evento para comprenderlo realmente? Así, son millones de personas las que viven en lo que podría llamarse una «fantasía de la información». Tenemos muchos datos, a veces parciales e inconexos, y pocos elementos para extraer auténtico conocimiento.
Un extendido voyeurismo pone a la sociedad ante el difícil equilibrio de dos Derechos Humanos esenciales para la democracia: el derecho a la privacidad y a la libertad de expresión. Éstos suponen además uno más amplio, expresado en la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos.» ¿No será necesario revalorizarlo en la nueva realidad digital?
Una de las más hermosas características de Internet es su no-regulación; pero la condición de su continuidad es una sociedad que comparta unos valores de convivencia y respeto (fair play) que hoy parecen escasear. La llamada «ciberguerra» que se ha suscitado en torno a los partidarios y los detractores de Wikileaks y de Julian Assange es sólo el último capítulo de una nueva fase de la era digital, que está lejos de haber terminado. José Alcántara, autor de La sociedad del control y La neutralidad de la Red, asegura que un uso irresponsable del poder de la red sólo da motivos para que se legisle en contra y se busque el control de Internet.
¿Sobrevivirán las democracias del siglo XXI a los escollos de una población aturdida por infinidad de datos sin contexto y por un anecdotario inútil? ¿Surgirá la sociedad del conocimiento, cumpliendo el sueño de la UNESCO? ¿Servirá el flujo informativo del ciberespacio a una verdadera maduración de la democracia? Confiemos en que sí, pero para ello se hace urgente elaborar, de manera creativa, una nueva Infoética.