Por Josep Sabater
Escritor
Canadá, noviembre 2010
Foto: M. Alemany
Los tiempos de penuria se presentan en principio como tiempos de pérdida, sobre todo material, de la cual se puede derivar un cierto malestar. No hay duda que para aquel que ha disfrutado de buenos momentos económicos y de bienestar material –y si no ha vivido alegremente en la superabundancia, poco ha faltado– encontrarse que, por las circunstancias que sean, debe privarse de muchas cosas y renunciar a gustos y caprichos que antes daba por descontado, puede producir un fuerte desasosiego e incluso angustia. Y si bien no se preguntará «¿por qué a mí?», sí se planteará «¿por qué ahora, cuando todo me iba tan bien?». Y, lógicamente, esta pregunta podría acarrear otras como por ejemplo: «¿Qué ha pasado? ¿Podré salir bien parado de esta situación? ¿Podré volver a vivir como antes?».
Muy probablemente estos interrogantes no hacen más que suscitar una desazón e incertidumbre personal de difícil resolución. Asimismo, ofrecen la posibilidad de replantearse la propia posición existencial ante la realidad. Y verse a sí mismo no como alguien que sólo podría ir ganando (bienestar, riqueza, seguridades, placeres, conforts…), sino como aquel que de la pérdida de un cierto estatus social que creía ilusamente permanente o lo suficientemente duradero y estable, se da cuenta que todo lo que se tiene se puede dejar de tener. Y que de la riqueza se puede pasar a la pobreza en menos tiempo del que se piensa. Y, a la vez, que el individualismo materialista en qué ha vivido hasta ahora, en realidad no aportaba ninguna calidad humana y ética a su existencia, por mucho que hiciera cosas y por beneficios que obtuviera de sus actividades. Podríamos decir que un individuo así ha entrado en la dimensión hasta el momento desconocida y seguramente temida de la precariedad. Y que quiera o no está obligado a pensar en nuevos términos éticos su propia realidad humana y su vida en general.
Su ser, hacer y actuar ya no estará tan centrado en la idea monolineal de crecimiento que apunta y aspira a la plenitud material y tecnológica, como el convencimiento en que la propia existencia está marcada por su contingente presencia en el mundo, que a la vez le «informa» de su condición como un ser indigente e inacabado.
Viejas y nuevas virtudes
Por una de aquellas curiosas paradojas de la vida, de la precariedad económicosocial a la penuria sólo se puede pasar satisfactoriamente –¿feliz tránsito?– cuando uno asume que la pobre riqueza del tener empalidece junto a la rica pobreza del ser. Y aquel que aprende a vivir desde lo que es y no desde lo que tiene (dinero, éxito, poder, fama, etc.) se hace apto para salir del individualismo sin más estorbos que los que su talante y manera de ser le ponga. Y, a la vez, se dispone a ser más abierto, sensible y atento a las necesidades de los demás. Y a emprender acciones solidarias en beneficio de éstos, especialmente los más desfavorecidos y desvalidos.
Y si a todos nos toca vivir tiempos de penuria, no será repitiendo y manteniendo los mismos patrones de conducta consumista, desde los que podremos descubrir la dignidad de una nueva clase social y actuar, pensar, sentir y querer en consecuencia. Esto es: vivir liberados de toda necesidad inducida por los medios y otras fuentes de influencia y manipulación publicitaria y comercial, y recobrar el sentido de la proporción y la mesura entre el deseo y la realidad, la necesidad real y su justa satisfacción. Y tomar distancia entre la ficción virtual, al tiempo que redescubriendo la práctica de las viejas virtudes, tales como la prudencia, la templanza, la fortaleza. Y, a la vez, saber vivir desde las nuevas virtudes de la empatía, la solidaridad y la cooperación, entre otras.
El dicho «quien no tiene nada, nada tiene que perder» no hace justicia a la complejidad del ser humano, en la cual uno puede no tener nada y perderlo todo a la vez. Y «todo» aquí, obviamente, no significa algo extrínseca a la persona, sino a aquello más constitutivo al ser humano: su dignidad y voluntad de vivir. Y, en última instancia, no olvidemos que también se puede perder a sí mismo.
Actitud de humilde agradecimiento
En mi opinión, cualquier ética para el tiempo de penuria que vivimos –¿y viviremos?– sólo dirá algo significativo a las personas de hoy –y de mañana– y tendrá auténtico valor si se fundamenta no en aquello que éstas tienen, sino en aquello que las sostiene. Y, por lo tanto, en aquello que está más allá de ellas mismas, en aquello que las trasciende. Algo en lo que las personas no pueden dejar de contar, por poco que lo tengan en cuenta. Algo que les es siempre presente, por poco que lo tengan presente. Que les da el ser y la vida, por poco que se den cuenta. Y que es la fuente de su existencia. La única realidad que se sostiene a si misma, sosteniéndolo todo y ante la cual lo que más se ajusta a las personas es una actitud de humilde agradecimiento.
Cualquier otra ética de carácter –digamos- inmanente sin buscar ningún otro fundamento fuera de sí misma, a mi parecer se quedará corta a la hora de orientar y dar respuestas prácticas y fuertes a las cuestiones más candentes, urgentes y graves que se plantean a las personas contemporáneas. Y se quedará corta porque esta misma ética más light corre el riesgo de diluirse y quedarse descolocada ante las problemáticas y conflictos más serios y preocupantes que afectan a nuestras sociedades.
Que conste, sin embargo, que no estoy defendiendo ni postulando una ética heterónoma ante una ética autónoma. En el supuesto que nos ocupa, tanto una como la otra se invalidan, en parte, a sí mismas por excluyentes. Lo bueno de una: la referencia última a una instancia moral superior al hombre, a la vez la desimplica por su carácter extrínseco. Y lo bueno de la segunda: la constante autoreferencia al ser humano como agente, autor y actor moral, a la vez lo sobrecarga con unos deberes y obligaciones muchas veces inasumibles. Y no porque no los pueda llevar a cabo, sino porque realizándolos se da cuenta que está muy lejos de autorealizarse humanamente.
Ante esto, mi modesta propuesta ética para los tiempos que vivimos consiste en reformular una moral triádica, transautónoma, intrautónoma y coautónoma; es decir, que se refiere a la vez al ser humano y más allá del ser humano. O al ser humano como aquel que está más acá y más allá de sí mismo. Que existe y se vive como mortal y que, por lo tanto, es finito, contingente y recibidor-deudor agradecido de su ser dado, lo cual le confiere un plus ontoético que lo dota de grandeza y pequeñez, de conspicuidad y de humildad.
El ser humano, visto bajo el prisma de esta ética, es aquel que puede llegar a ser más, que puede aspirar a la perfección, gracias a lo que lo trasciende y esta transautonomía ética se traduce en un estado interior abierto y capaz de mirar hacia adentro y hacia fuera, que es «ciente» y «cons-ciente», que tiene conocimiento y ciencia de sí mismo y a la vez se conoce con los demás. Por tanto, que tiene conciencia.
No se me ocurre, francamente, otro criterio ético que pueda disponer el hombre de hoy al salir del individualismo sin perderse en alguna forma de alienado colectivismo o comunitarismo trivial, y que a la vez lo disponga a vivir más centrado en lo que es que en lo que tiene. Que sepa hacerse más pobre de cosas y más rico en relaciones humanas, más libre para las acciones solidarias y más consciente de la dignidad existencial que proviene de saberse contingente y precario. Y asumir ciertas pérdidas materiales de poder, influencia, dinero, etc., como ganancias y riquezas interiores. Y que, en definitiva, se redescubra humanamente viviendo una praxis ética más de acuerdo con los tiempos de penuria en los que peregrinamos.