Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en Filosofía
Salamanca, España, mayo 2010
Foto: Creative Commons
No está de moda, lo sé. Suele llevarse más el pesimismo, y si se puede, el catastrofismo. ¿Y qué?
A muchos les sonará a ingenuidad y palabrería vana. Y, tal como andan las cosas, a algunos hasta pueda parecerles reaccionario, vaya usted a saber… Pero ando yo convencida de que es de esas cuestiones que ayudan a llevar adelante la vida con dignidad humana. Y digo «humana» porque propio del ser humano es el vertebrar la esperanza y dotarla de contenido sólido, así como el mantenerse firme a pesar de las dificultades, que no otra cosa es la fortaleza. Y hablo de dignidad porque ésa proviene de la fidelidad a lo que nuestro ser humano puede ser en la mejor de sus concreciones, aunque nunca exento de limitaciones.
Es una manipulación burda la que nos hace asociar ciertos conceptos a una especie de debilidad de carácter, cuando lo cierto es todo lo contrario. La tenacidad en lo necesario, en lo que vale la pena, es expresión de lo que en palabras de Adela Cortina sería una «razón diligente», con corazón, por oposición a una «razón perezosa» que no halla motivación para empeñarse en lo que conviene que sea. Y a menudo resulta titánico esforzarse en encontrar los recónditos apoyos que puedan sustentar nuestras esperanzas en lugar de tirar la toalla y dejarse llevar por la desidia.
La esperanza tiene su estabilidad en la capacidad de mirar más allá tanto como en el ahondar dentro de la realidad. Porque la proyección hacia el futuro no se da con solvencia sino desde la concordia con el presente y, por ende, con el pasado. La esperanza tiene fundamento si radica en la realidad y sus potencialidades. En cambio, son vanas las esperanzas faltas de cimientos. No podemos esperar cualquier cosa, ciertamente. Y no debemos alentar esperanzas cuando no hay ninguna razón para ello. Ahora bien, es precisa una sensibilidad extremadamente sutil para concluir si hay o no motivos para la esperanza. Porque a menudo lo que nos falla es la vista y no sabemos ver donde hay.
Por eso la esperanza se conjuga con la obstinación. Porque es preciso un empeño —lúcido y cordial, eso sí— en descubrir lo recóndito de la realidad, lo que necesita mucho más que una primera mirada o lectura superficiales. Lo fácil es descorazonarse ante las dificultades en la consecución de las cosas. Y es lógico el cansancio, claro que sí. Pero por eso hay que respirar hondo y recuperar una mirada prístina que, despojándose de las dificultades experimentadas —aunque habiendo aprendido de ellas—, nos devuelva el motivo original, el horizonte acariciado, las expectativas anheladas… todo ello porque preludia un futuro que, a pesar de lo duro del camino, se nos antoja deseable. Y, lo que todavía es mejor: porque trabajar por ello dota de belleza y sentido nuestro presente que, en último término, es lo único de lo que realmente disponemos.
Leía en alguna parte que somos responsables de qué hacemos con nuestros pensamientos, de desechar los que son inútiles y desgastantes y de cultivar aquellos «saludables, bellos y poderosos». Seguramente ahí está parte de la diferencia entre que nuestras esperanzas se quiebren o que hallemos motivos para obstinarnos en ellas.