Por Raúl Segovia
Profesor de Filosofía
Girona, abril 2010
Foto: Jasoneppink
Un juicio es una “opinión, parecer o sentencia” (www.rae.es) que una persona afirma sobre algo o alguien a partir de su conocimiento o experiencia sobre ello, y que a menudo tiene carácter moral, es decir, califica aquello que se juzga como “bueno” o “malo”. Estrechamente vinculados a los juicios están los prejuicios, que son aquellas ideas u opiniones que tenemos sobre personas o situaciones que no conocemos o a las que sólo hemos accedido a través de comentarios, rumores o informaciones parciales e indirectas.
Ambos elementos son poderosos inductores de la conducta, ya que según el valor positivo o negativo que le asignemos, actuaremos de una manera o de otra ante aquello que juzgamos.
En las relaciones sociales constantemente actuamos a partir de juicios o prejuicios, ya que no siempre tenemos la capacidad ni el tiempo ni las ganas de conocer en profundidad a las personas o situaciones que nos rodean, por tanto nos quedamos con informaciones parciales sobre un gran número de cosas. En las sociedades actuales, en las que somos permanentemente bombardeados por informaciones de todo tipo, esto es una realidad y en cierto modo, un mecanismo que tenemos que desarrollar los seres humanos para conjugar la necesidad de estar informados o de “tener una opinión”, sin que ello implique profundizar en todo. El problema surge cuando esos juicios o prejuicios se convierten en generalizaciones; férreas creencias que nos impiden ver los matices de la realidad y nos separan o incluso generan –injustificadamente– sentimientos de rechazo hacia algunas personas o colectivos.
Así, cuando juzgamos, nos cerramos a priori a reconocer las múltiples posibilidades y cualidades que suelen tener las personas y las situaciones. Fácilmente adjudicamos atributos y nos hacemos una idea concluyente que resume a la persona o la situación. Reducimos la totalidad de la persona a un solo concepto; resumimos en una palabra un dossier de mil páginas. Así, nos transformamos en pequeños jueces y condenamos con mucha facilidad, ya que rara vez dejamos libre al acusado.
Al juzgar olvidamos que las personas no se definen por su apariencia, o por una reacción puntual ante una situación determinada, ni por cómo hablan o escriben. Por ejemplo, si nos preguntásemos cómo es la persona que en este momento –mientras leemos– tenemos más cerca, encontraríamos múltiples respuestas dependiendo de dónde queramos poner el acento. Y ciertamente todas ellas tendrían parte de razón, pero ninguna de ellas, serviría para dar cuenta de todas las dimensiones de esa persona.
Pese a que racionalmente somos conscientes de ello, en los grupos de amigos, o de compañeros de trabajo o en cualquier grupo social, a menudo los comentarios y rumores nos empujan a entrar en el juego de juzgar a los demás, por lo general a partir de sus características (físicas, personales, profesionales, sociales, etc.) o de acciones puntuales que hayan realizado y que valoramos negativamente.
Lo mismo ocurre en relación con diferentes grupos o colectivos sociales, políticos, deportivos, territoriales, étnicos, religiosos, etc. Sorprende constatar con cuánta frecuencia escuchamos o hacemos afirmaciones rotundas que descalifican a ciertos grupos, la mayoría de las veces, injustificadamente. Sólo por enumerar algunos juicios comunes: por unas pocas personas que delinquen, calificamos como “delincuentes” a todo el colectivo al que pertenecen; por pocas personas que se escaquean del trabajo, etiquetamos como “vagos” a todo su grupo, etc.
Fácilmente podemos llegar a estas conclusiones, pero si analizásemos en detalle los hechos –con información objetiva y contrastada– comprobaríamos que cualquier generalización es una simplificación de la realidad, que en todos los grupos humanos hay todo tipo de personas y que por unas cuantas que actúen de manera incorrecta, no podemos juzgar a todo un colectivo.
Lamentablemente los medios de comunicación masiva no contribuyen al propósito de evitar las generalizaciones, ya que suelen caer en la repetición de estereotipos para describir las realidades sobre las que informan. De este modo, contribuyen a “naturalizar” el hábito de juzgar a las personas, a quitarle gravedad, como si fuese algo normal y necesario.
Si nos fijamos en la publicidad que transmiten los medios de comunicación es fácil apreciar que con frecuencia transmite juicios despectivos sobre determinados tipos de personas o grupos (los inmigrantes, los marginales, los obesos, etc.).
Cabe precisar que probablemente los medios de comunicación no tengan un interés explícito por generar esos estereotipos o generalizaciones, sin embargo acaban haciéndolo debido a la fuerza persuasiva propia del mismo medio (por ejemplo la televisión), combinada con los hábitos de consumo de medios de la ciudadanía, y con las creencias o rumores que circulan en el boca a boca cotidiano. Se trata por tanto, de un proceso social complejo, en el que se conjugan múltiples variables individuales y sociales.
También es importante mencionar la diferencia entre juzgar a una persona y juzgar una acción. Si vemos alguien que roba una cartera en la calle, podemos juzgar que esa acción es moralmente “mala”, pero no podemos calificar de la misma manera a la persona que la realiza.
Saber analizar la totalidad de los hechos nos ayudaría a evitar ciertas conclusiones erróneas que no contribuyen al crecimiento de las personas ni a la convivencia en sociedad. Una visión ecuánime, lejos de discriminar, fomenta la transparencia, la prudencia y la confianza y puede ser una excelente medicina para construir relaciones sanas y maduras.