Por Rodrigo Prieto
Master en psicología social
Barcelona, España, noviembre 2009
Foto: Canonsnapper
Si bien hace décadas que las ideologías basadas en la lucha de clases fueron derrotadas (Negri, 2001), sorprende constatar como en las sociedades actuales esta idea sigue tan vigente como antaño, aunque a través de mecanismos mucho más sofisticados. El clasismo es uno de ellos.
Efectivamente, en muchas de nuestras sociedades actuales, la pertenencia a una u otra clase puede ser una llave maestra o, por el contrario, una barricada para la vida cotidiana de las personas, en la medida en que puede facilitar u obstaculizar la trayectoria personal y profesional de unas y otras.
El clasismo (que puede ser individual o estructural) se fundamenta en la creencia de que el valor de las personas depende en gran medida de la clase a la que pertenecen (Weber, 1921; Bourdieu, 1979). Así, por ejemplo, se entiende que las personas de clase baja son mal educadas, tienen mal gusto, hablan mal, son feas, tienen un bajo nivel educativo e incluso son potenciales delincuentes. Por el contrario, se piensa que las personas de clase alta son inteligentes, educadas, atractivas, tienen buen gusto y son honestas. La clase media –sociológicamente identificada como la “clase trabajadora”, aunque en rigor todas lo son– es una suerte de mezcla entre unas y otras características, por tanto no existe un juicio de valor generalizado que se le pueda atribuir.
Por supuesto estas descripciones son meros estereotipos, es decir, absurdas simplificaciones de la realidad, pues aunque haya muchos casos que los confirmen, no es posible asegurar que todas las personas que pertenecen a una determinada clase respondan al mismo patrón ante situaciones concretas. Y al revés, no se puede suponer que una persona que tiene una característica “x” pertenece necesariamente a una u otra clase social con la cual ese rasgo se suele asociar. Cabe recordar que la pertenencia a una u otra clase se define a través del nivel adquisitivo de las personas, por tanto bajo este criterio el “valor” de las personas queda reducido al dinero del que disponen.
Este tipo de clasificaciones valen para contextos donde las diferencias socioeconómicas están muy marcadas (como en Latinoamérica y algunos países de oriente), cosa que no ocurre en contextos más ricos (como por ejemplo los países nórdicos), donde las necesidades básicas –y otras no tanto– están garantizadas.
En teoría, existen muchas maneras de “descifrar” la clase de una persona: el color de piel, de ojos y/o del pelo, el apellido, la manera de hablar, el barrio en que se vive, la ropa que se usa, el coche que se tiene, la escuela y/o universidad en la que se estudió, el tipo de trabajo que se tiene, (si se es jefe o empleado, si se tiene un trabajo físico o uno intelectual); hilando más fino, en muchos contextos el manejo de idiomas y los viajes al extranjero también son criterios que indican la clase, entre muchos otros.
Para cada una de estas variables existen varias respuestas posibles que se utilizan para ubicar a las personas en la clase alta, media o baja, aunque coloquialmente se suelen usar palabras peyorativas para indicar ese rasgo. En castellano, por ejemplo, a las personas de clase alta se les llama “pijos” (en España), “fresas” (en México) o “cuicos” (en Chile), entre otros adjetivos; y a las personas de clase baja se les llama “cutres” (en España), “nacos” (en México) o “flaites” (en Chile). En Colombia para señalar la clase de las personas se habla de “estratos”, en referencia a los barrios de las ciudades que están segregados por el nivel socioeconómico de sus habitantes.
Todas estas clasificaciones pecan –como mínimo– de injustas e imprecisas; no obstante tienen consecuencias concretas en la vida de las personas. Por ejemplo, en algunos países muchos seleccionadores de personal eliminan directamente de los procesos de selección a quienes viven en barrios populares. Conscientes de esto, muchos profesionales de origen humilde incluyen direcciones falsas en sus currículums para evitar esta discriminación. Otra consecuencia de este tipo es la distancia que algunas personas deciden tomar de otras que identifican como de una clase diferente a la suya atribuyéndoles rasgos o conductas negativas incluso antes de conocerlas. Estos mecanismos no son exclusivos de uno u otro sector social, sino de todos ellos; es decir, funcionan tanto “de arriba abajo” como “de abajo arriba”.
Llegados a este punto cabe precisar que el clasismo es sólo uno de otros tantos criterios de discriminación que muchas veces utilizamos para diferenciarnos de quienes nos rodean, para remarcar que somos “más” o “mejores” que “esos otros”, en los criterios o variables en los que cada uno se sienta –obviamente– mejor posicionado; así, algunas personas se sirven del racismo (genético o cultural), otras del sexismo, otras de la homofobia, etc. Pero, ¿de dónde nos viene este afán por diferenciarnos? ¿Cuál es el origen de esta necesidad de sentirnos superiores a los demás? ¿Hay, acaso, alguna relación con el espíritu de competencia permanente que impera en nuestras sociedades?, ¿o bien es una cuestión de madurez y/o autoestima personal? Por supuesto en un artículo como éste es imposible responder preguntas tan complejas como las expuestas; sin embargo lo más probable es que las respuestas no sean ni una cosa ni la otra, sino una mezcla de diferentes causas y factores.
Lo cierto es que con frecuencia estos mecanismos funcionan de manera espontánea, sin pensarlos (nos “fluyen”) generando separatismos, jerarquías y discriminaciones que tenemos tan incorporadas que hasta nos parecen “naturales”. El primer paso para superarlas es hacernos conscientes de ellas y de sus efectos; luego, cada vez que nos “surjan”, impedirles el paso con un enorme interrogante que nos motive a reflexionar si vale la pena y por qué seguir pensando a los demás con esos criterios…
…seguramente las respuestas que encontremos nos darán la clave para aprender a convivir en la diversidad.