Por Javier Bustamante Enríquez
Psicólogo social
Barcelona, España, septiembre 2009
Foto: F. Zonca
La soledad es una situación ambivalente. Para muchas personas resulta incómoda, insoportable e incluso agobiante; para otras, en cambio, es una necesidad, un espacio para ordenar ideas y sentimientos, una condición básica para crear. Muchas veces nos estancamos en la primera versión y nos olvidamos de los beneficios que se desprenden de la segunda.
Ciertamente hay soledades voluntarias y otras involuntarias. Las primeras son fáciles de vivir; las segundas, por el contrario, pueden llevarnos a la tristeza o la depresión. Por eso, hace falta desmitificar la soledad. Existen diversos matices de esta realidad. De entrada, soledad nos remite a la palabra solo y, solo, tiene que ver con la unidad y unicidad de la persona. Esto nos ayuda a leer la frase «nacer y morir solo» con otros ojos: nacemos y morimos unos, es decir, indivisibles de nosotros mismos. También nacemos y morimos únicos, es decir, irrepetibles.
En los diccionarios, el término «soledad» describe la ausencia de compañía, sea voluntaria o involuntaria. Soledad como ausencia del otro. En seguida, en las definiciones, se acompaña esta ausencia con alusiones negativas. La no presencia del otro no tendría porqué ser negativa, al contrario, hay momentos en que, para las mismas relaciones humanas, la ausencia del otro es necesaria porque oxigena el trato.
La soledad también se asocia a la precariedad, como quien se ha quedado huérfano o está extraviado. Ciertamente, la soledad, al igual que otros rasgos del ser humano como la salud o la edad, nos evidencian los límites que contienen a la propia existencia. Estos límites nos dan forma, nos enfrentan a lo que somos y a lo que no somos. La soledad facilita el conocer y reconocer quién y cómo soy. La aparente pobreza de lo que no soy me revela la gran riqueza de lo que sí soy.
Si intentamos desvincular la idea y la vivencia de la soledad de aspectos negativos, podremos encontrar la verdadera dimensión de soledad que compone nuestra existencia.
La soledad nos acompaña toda la vida, incluso en presencia de otras personas. Cuando estamos acompañados no dejamos de ser «unidades únicas». Esta es la raíz de la soledad. Para saber estar en presencia del otro, siendo uno mismo, hay que saber estar a solas.
Es necesario aprender a encontrar la soledad existencial. La mejor manera es estando solos, buscando momentos del día para aislarnos de los demás y respirar, en ese estado, libertad. El silencio exterior e interior ayudan en este andar en soledad. La no presencia del otro permite valorar más mi ser, su ser, y las relaciones que se desprenden de ambos.
La soledad, como hemos dicho, suele asociarse a estados enfermizos. Es cierto que, en soledad esos estados pueden potenciarse, pero también se potencian estados de felicidad y de plenitud, de contemplación del universo y de gozo existencial. La soledad no provoca enfermedad ni tampoco es fruto de ella. La soledad nos enfrenta a nuestra propia realidad evidenciando las carencias y las riquezas que vivimos.
Un período de enfermedad o de debilidad existencial puede ser asistido por momentos de soledad acompañada. Es decir, momentos de soledad que nos ayuden a dimensionar la situación, contrastados con ayuda profesional o de alguna persona de confianza. La soledad, como el silencio, pueden comenzar a ser terapéuticos en nuestra vida, para después volverse hábitos de salud existencial.
Cuando consigo ir madurando en este andar en soledad, descubro una nueva manera de estar con el otro. Cuando soy capaz de estar solo, conociendo y asumiendo mi unidad y unicidad como persona, soy capaz de hacerlo con los que me rodean. Doy, de esta manera, el gran paso de ya no esperar del otro lo que no puede darme. Lo acepto y aprecio en lo que es. También dejo de intentar ser lo que no soy y dar lo que no tengo. En conclusión, me acerco a los demás saciado y gustoso de la existencia: de la mía y de la suya.
Las palabras son caminos que nos comunican con la realidad, que nos hacen vivir en ella. Muchas veces estos caminos se van llenando de hierba, piedras, hoyos y se hacen confusos. Es importante irlos repasando, como hacen las personas que viven en el campo, para que no se pierdan y para que cumplan su cometido. Con la palabra «soledad» pasa como con muchas otras, si no reflexionamos sobre ella, si no la encarnamos debidamente, se vuelve un eco lejano de lo que era y se confunde con otras voces.