Por María Javiera Aguirre Romero
Periodista
Dinamarca, noviembre 2008
Foto: Keith
El mes pasado, cuando Nicolás Sarkozy en su discurso ante la visita de Benedicto XVI en Francia defendió una “laicidad positiva”, abrió la posibilidad de reflexionar sobre este concepto. Sin quererlo, el Presidente de Francia tocó un tema que por no estar resuelto, levanta muchísimo polvo cada vez que aparece en alguna discusión académica, privada o pública.
El concepto de secularización es equívoco. En un sentido amplio se entiende como el proceso que experimentan las sociedades a partir del momento en que la religión y sus instituciones pierden influencia sobre ellas. No obstante, a lo largo de la historia el concepto ha significado distintas cosas en occidente.
La palabra secularización proviene del latín “saeculum”, que significa “siglo”. De ahí que secular se refiera a todo aquello que es parte del siglo, es decir, del mundo por oposición a lo espiritual o divino. De “saeculum” también deriva la palabra “seglar”, aquellos miembros de la Iglesia que no son clérigos.
El término ha servido también para designar la pérdida de propiedades de la Iglesia y el paso de éstas a manos del Estado o de la sociedad civil, o la progresiva independencia del poder político respecto al poder eclesiástico (en este sentido, secular equivale a laico, es decir, a no-confesional). En un tercer sentido, pero también relacionado, la secularización se refiere a la pérdida de influencia de la religión en la cultura; en cuarto lugar, la secularización designa la autonomía de la sociedad en general y de sus instituciones (enseñanza, sanidad, asistencia social, etc.) frente a las instituciones religiosas que, tradicionalmente, habían tenido mucho más influencia en estos ámbitos. Finalmente, también se usa la palabra secularización para referirse a la disminución de las prácticas y creencias religiosas o como categoría de interpretación de la modernidad, como propuso el filósofo alemán Reinhart Koselleck. Y dentro de la Iglesia católica, el laico es aquel cristiano no consagrado por el sacramento del Orden.
Ante tal diversidad y más allá de las precisiones académicas, podríamos convenir que el concepto alude a una separación de ámbitos que, en los albores del siglo XXI, adquiere los rasgos de una exigencia por parte de la sociedad plural. Tal exigencia es que la fe sea un fenómeno privado, para desterrar la incidencia de las creencias religiosas en la vida pública, cuya imposición ha hecho mucho daño en algunos lugares y épocas. Sin embargo, esta demanda presenta dos problemas cruciales: por una parte, una sociedad plural no puede hacer este tipo de exigencias a sus ciudadanos –no estaría en su vocación al menos-, ya que con ella restaría pluralismo. Por otra parte, ¿cómo lograr que una persona deje sus creencias en casa al salir de ella por la mañana?, dado que cuando se trata del mundo de las ideas, de las adhesiones más íntimas, éstas se reflejan en cada palabra, acción, decisión, opinión o movimiento.
En su libro Sobre el pasado y el futuro, Hanna Arendt afirmaba que del hecho de la separación de la Iglesia del Estado no se deduce que se convierta la religión en un asunto privado por completo, dado que el dominio público secular da espacio a la esfera pública religiosa en tanto que un creyente puede ser miembro de una Iglesia y actuar como un ciudadano en la unidad mayor que constituyen todos los que forman parte de la ciudad. Sin embargo, a la hora de actuar como ciudadano, ese hombre no dejará su visión de mundo teñida y determinada por las convicciones religiosas de la Iglesia a la que pertenece.
Según el diccionario de la real Academia de la Lengua Española, secularización es acción de secularizar, es decir, de hacer secular lo que era eclesiástico. Así pues, secular es definido como lo que vive en un siglo y no en clausura. Para las religiones en general y para la cristiana en particular, su existencia no tiene sentido si no es dentro “del siglo”, es decir, “dentro del mundo”.
Para los creyentes la secularización puede ser un desafío intelectual y pastoral, así como un proceso propio de la modernidad, pero no una imposición de restringir sus manifestaciones como persona que cree. Para los cristianos, por ejemplo, se entiende que desde el punto de vista de la fe la Iglesia espere estar secularizada, ya que su misión evangelizadora propia contempla la encarnación de la práctica religiosa en la vida diaria. Esto no significa necesariamente que aquellos que creen no sepan o no puedan vivir en sociedades plurales; el desafío es doble, ser parte de la pluralidad enriqueciéndola sin intentar imponer la visión creyente, pero teniendo la seguridad de que tampoco será ésta aplastada por el pluralismo social.
La fe es sin duda un fenómeno íntimo, pero que atraviesa a la persona creyente y cuyas manifestaciones van más allá de una práctica o un rito; además de ellos, tiene que ver con el ser persona, se trata de una experiencia existencial de la que no es tan fácil desvincularse al salir de casa y desdoblarse para ser “sólo” un ciudadano público.