Por Natália Plá Vidal
Doctora en Filosofía
Salamanca, Espanya, octubre 2008
Foto: M. Alemany
En numerosas instancias nos llenamos la boca con la palabra «diálogo». Coinciden los especialistas en relaciones humanas que en él reside una clave fundamental del entendimiento. Sin embargo, a menudo nos presentamos ante los demás encastillados, esto es, resguardados a cal y canto tras nuestros juicios y prejuicios, parapetados tras posiciones ya tomadas y sin disposición para moverlas ni un ápice.
La complejidad del mundo en el que desarrollamos nuestras vidas ha supuesto el desarrollo del conocimiento especializado. Éste resulta tan necesario e indispensable como limitado en su alcance. Llevada al extremo, la especialización provoca una disección de la realidad que conlleva una inadecuada percepción suya. La densidad de la realidad es mucho mayor de lo que podamos imaginarnos. La actitud correcta ante ello es, por una parte, admitir que hay cierta dimensión de misterio metida en las entrañas de la vida, y por la otra, que nuestro propio conocimiento es siempre limitado. Y el problema se plantea en la comunicación entre quienes representan distintas áreas de conocimiento e interpretación de una misma realidad, aunque abordada desde distintas perspectivas.
La profesionalización de la política responde, en buena medida, a dicho proceso de complejidad contemporáneo. Las interacciones que se producen a distintos niveles –gubernamentales, económicos, de los agentes sociales, etc.– obligan a que la política se vuelva más técnica. En los ministerios hay más técnicos que sabios, ciertamente. Y como advierte el politólogo Ferran Requejo, se corre el riesgo de sufrir una «inflación de actitudes tecnocráticas».
Ciertamente, conviene que las medidas que los gobiernos toman o que las oposiciones proponen, se fundamenten científicamente, que es uno de los mejores logros que la Modernidad nos ha ofrecido tras huír del aspecto oscurantista del medievo, para sacar partido de la razón humana: limitada, sí, pero enormemente valiosa. Pero ello no está reñido con que la actuación –en este caso, la actuación política– tenga una orientación reflexionada y fundamentada en cuanto a contenidos y objetivos. Por recordar las palabras de otro insigne politólogo, Giovanni Sartori, «un gobierno de expertos es admisible en lo que hace a los medios, pero no a los fines». Así que, si renunciamos a los sabios en el gobierno, al menos que no sea por vana ideología, sino por un conocimiento científico sensato y ponderado, equilibrado en su autopercepción, lo que le hará consciente tanto de su verdadero alcance como de sus límites, y dialogante con quieres le complementen. Es una clásica premisa de la ética la que nos recuerda que no puede hacerse todo lo que técnicamente sí puede hacerse. La auténtica ciencia es mucho más que mera tecnología, y ciencia y ética casan bien si ambas se desarrollan a medida humana, esto es, con humildad y con apertura de oídos y de miras.
La evolución en positivo de nuestros sistemas democráticos depende considerablemente de la capacidad que mostremos para entrar en auténtico diálogo con otros: ya sean adversarios políticos o profesionales de otras áreas conscientes de su corresponsabilidad política ciudadana. Mal iremos si reducimos ciencia a tecnología, y filosofía a ideología; igualmente mal si nos quedamos sólo con una de ellas, ciencia o filosofía. Ojalá tanto nosotros como nuestros políticos dejemos de vivir encastillados para instalarnos en una plaza abierta, porosa a los encuentros y los diversos conocimientos y sus respectivos lenguajes e instrumentos. Se abriría un mundo de posibilidades ante nosotros.