Por Rodrigo Prieto
Doctor (c) en Psicología Social.
Barcelona, España, julio 2008
Foto: A. Antúnez
Dicen que los idiomas expresan el alma de los pueblos, así, hay algunos llenos de matices y otros más integradores, algunos suenan un poco secos, mientras otros parecen sacados de la pastelería; hay algunos que con mil palabras ofrecen infinitas posibilidades y otros que con 10.000 se quedan cortos. Todos ellos, no obstante, tienen en común cuatro conceptos básicos que solemos utilizar con mucha frecuencia, aunque –como veremos- erróneamente: Todo, Nada, Siempre y Nunca.
Cada uno de estos conceptos tiene profundas raíces filosóficas, especialmente el del Todo y la Nada, que han sido abordados desde la antigüedad por Aristóteles, Platón, Parménides, los padres del cristianismo, Hegel, Heidegger, Sartre, Lacan y Borges, entre otros. A su vez, los conceptos de Siempre y Nunca, que están directamente relacionados con la idea de “infinito” o “eternidad”, tienen sus raíces en el pensamiento de Zenón de Elea, Georg Cantor y también en diferentes tradiciones religiosas y filosóficas.
Aunque con matices, los cuatro conceptos remiten a la idea de “totalidad” que, al nombrarla, genera el efecto de contundencia y certeza absoluta, dotando a las palabras de una extraña credibilidad. Sobran ejemplos: “siempre haces lo mismo”, “nunca haría eso”, “lo hemos intentado todo”, “no sirve de nada”, etc.
Afirmar que algo o alguien tiene acceso al todo es atribuirle una omnipotencia irreal para los seres humanos, pues captar, conocer, leer, hacer, sentir, vivir… todo, implica una omnipresencia y ubicuidad que nadie “de carne y hueso” puede alcanzar. Lo mismo ocurre con la nada. Nada es sinónimo de vacío absoluto, es decir, ni objetos, ni personas, ni pensamientos, ni naturaleza, ni sentimientos, ni universo, ni percepción, ni nada de nada… ¿dónde existe eso sino antes de la ‘creación’, sea como sea que ésta haya ocurrido?, ¿quién ha estado allí, en ese momento y/o lugar?, ¿alguien ha tenido la experiencia de la nada?
La misma lógica funciona con las nociones de siempre y nunca. Sostener tanto una como otra, supone conocer todo lo que ha ocurrido a lo largo de la historia y todo lo que ocurrirá en el futuro respecto del hecho que se afirma. ¿Quién conoce toda la historia y todo el futuro, aunque sea de una cuestión sumamente específica?, ¿quién tiene tan buena memoria como para recordar todos los momentos del pasado?, ¿quién tiene una capacidad de predicción infalible del futuro? Nadie.
Hace ya siglos que la filosofía reconoció la contingencia del ser humano, es decir, su posibilidad de vivir sólo en un único tiempo y lugar; así, por más que lo intentemos, nuestro cuerpo y nuestra mente tienen las dimensiones y capacidades que tienen, por tanto, por más esfuerzo que hagamos, seguiremos siendo seres finitos, inevitablemente marcados, en último caso, por el destino de la muerte.
Reconocernos limitados es el antídoto perfecto contra cualquier pretensión de grandeza o falta de humildad; de hecho, muchos profetas y sabios de diferentes tradiciones coinciden en que es esa justamente la mayor sabiduría.
Es cierto que la mayoría de las veces cuando en la vida cotidiana usamos estas palabras para explicarnos, no lo hacemos con pretensiones de ningún tipo, pero al hacerlo afirmamos cosas que en rigor no son exactas. Si hablamos de “los hábitos alimenticios de las hormigas”, probablemente nuestras afirmaciones no tendrán ninguna trascendencia, pero si nos referimos a los rasgos de un determinado grupo o a los malos hábitos de un compañero de trabajo, nuestras “absolutistas” afirmaciones pueden acarrearnos más de algún problema: “(todos) los jíbaros son fundamentalistas”, “él siempre hace las cosas a medias”, “nunca me escuchas”.
Además de inexactas, estas frases contribuyen a la creación o reforzamiento de prejuicios y estereotipos que la mayoría de las veces no ayudan a la convivencia. Al mismo tiempo, su enunciación implica un cierre a la posibilidad de diálogo o de incorporar matices que sin duda son más enriquecedores que las limitadas visiones del tipo Blanco y Negro.
Por eso, siempre es mejor matizar, asumir que cada vez que hablamos lo hacemos desde nuestra propia perspectiva, que es limitada y tan legítima como la de los demás, que tiene el sesgo de nuestra experiencia y que por tanto no es LA verdad, sino NUESTRA verdad. Estudios recientes en el campo de la psicología social han llamado “Conocimiento Situado” a esta manera de entender (Haraway, 1991), según la cual –sostienen- es posible hablar con una objetividad más honesta y humilde que aquella otra que tiene pretensiones de verdad universal.
Reconocer nuestra limitación en la posibilidad en acceder o percibir el mundo, nos llevará inevitablemente a renunciar a los molestos absolutismos lingüísticos, al «todo-nada-siempre-nunca» que no hacen más que danos problemas (y de vez en cuando algún insignificante orgullo) y, de paso, rigidizar nuestra manera de dialogar con y entender el mundo.