Por Javier Bustamante
Psicólogo social
Barcelona (España), mayo 2008
Foto: A. Karagöz
«El monólogo del que no se oye». Así podríamos llamar en un primer momento a la queja. Cuando conseguimos escuchar ese monólogo, lo convertimos en diálogo. Nos escuchamos a nosotros mismos y podemos, incluso, llegar a la raíz de la queja.
La queja, en sí, no es negativa. Se podría comparar al síntoma de una enfermedad: al dolor de cabeza o a la fiebre, por ejemplo, que nos dan indicios de que algo anda mal. La queja es ese ¡ay! que sobrepasa los decibelios de la normalidad para ser escuchado.
Cuando somos capaces de desandar el camino de la queja, casi siempre llegamos a una encrucijada. En ella nos enfrentamos a la no aceptación de las propias circunstancias o a la incapacidad de transformar las condiciones que nos rodean. La queja nos dice, nos grita: ¡no estoy conforme con lo que tengo, no soy feliz con lo que soy, por qué yo, hasta cuándo…!
Muchas veces la queja no es una expresión verbal o un pensamiento. Puede ser una enfermedad crónica, es decir, nos quejamos a través del cuerpo. Puede ser una actitud ante los demás por medio de la cual nos convertimos en víctimas de las relaciones. Puede ser un sentimiento de inferioridad o de superioridad que no nos abandona.
La queja está ahí donde nos provocamos dolor. Y, a veces, lo que más duele es llegar al fondo de lo que causa ese dolor, ya que frecuentemente es la no aceptación gozosa de lo que somos. Renegamos desde lo más hondo de nuestra existencia. «Me gustaría ser de otra forma». «Quisiera tener otro cuerpo». «Por qué no soy más simpático que…». «Por qué me equivoqué cuando…». «Por qué no tuve otros padres o nací en otro lugar». «Por qué avanza la edad y la enfermedad».
Estos nudos que se asilan en lo más profundo de nuestra biografía van siendo como unos cánceres existenciales que van impregnando nuestra cotidianidad. Y, entonces, nos quejamos de nosotros mismos o de los demás. Vamos tropezando todo el día con la gente, con las situaciones, con los objetos.
¡Ay!, a veces duele existir… Sí, duele, pero no debemos instalarnos en el dolor. Dejemos salir la queja y escuchémosla pacientemente. Acojamos nuestra propia fragilidad tal y como es. ¡No es tan malo ser limitados! Todos lo somos y gracias a ello dependemos unos de los otros para nacer, para desarrollarnos y para morir.
Escuchar la propia queja nos ayuda también a salir del quejismo. Si nos conociéramos mejor nos sorprenderíamos de las cualidades que tenemos, de lo mucho que podemos ofrecer y recibir, de la capacidad de cambiar de actitud ante lo que nos pasa. Para ello hace falta escucharse, contemplarse desde fuera, escuchar también al otro, abrirse para acoger su queja.
Cuando nos aceptamos tal cual somos, al igual que nuestra realidad más inmediata, los motivos de queja disminuyen por sí mismos. Si soy el que soy, si me habré de morir y las personas que amo también, ¿por qué no gozar unos de los otros el tiempo que permanezcamos juntos?
La queja es parte de la condición humana, ésta es una realidad. En cierta forma nos ayuda a no caer en un conformismo. Pero, antes de quejarnos a los demás o quejarnos de los demás, es importante escucharnos en nuestra propia queja y dejar que nos cuente cómo estamos. Seguro que aprenderemos mucho de nosotros mismos y de saber escuchar con humildad.