Por Josep Sabater
Escritor
Barcelona, noviembre 2014
Foto: Creative Commons
Toda pregunta con sentido presupone ya una respuesta. Sin embargo también hay preguntas, cuyas respuestas tienen tan poco sentido como aquellas. Preguntas aparentemente gratuitas, redundantes, absurdas, innecesarias o más que preguntas, respuestas con interrogante cuando no son retóricas. Pero aun así, todas ellas son legítimas. Suelen ser preguntas que uno se hace sólo a si mismo, porque ante otro y en voz alta podría ser fácilmente ridiculizado. Por ejemplo: «¿Tengo muchas o pocas ganas de comer? Ni pocas ni muchas», cuando uno ya ha acabado de hacerlo y ha quedado satisfecho. La falta de sentido de la pregunta–respuesta reside en el tiempo en que se ha formulado. Si se hubiera hecho antes de comer resultaría perfectamente lógica, comprensible, pertinente y significativa. Y asimismo, la respuesta probablemente también.
Con todo este preámbulo no pretendo otra cosa que poner de manifiesto un dato, a mi criterio, capital: los humanos somos seres interrogadores, en realidad, interrogantes vivientes. Podemos aprender muchas cosas a lo largo de nuestra vida. Pero si no asumimos íntegramente dos cuestiones esenciales para nuestro conocimiento, como son preguntar y responder que son las únicas tareas que nadie puede hacer por nosotros mismos, cualquier aprendizaje, por sólido y extenso que se considere nos dejará con una sensación de intranquilidad que no acaba de sernos propia. Preguntar y responder es, ante todo y sobre todo, un asunto vital para cada persona, algo pre-académico y meta académico. Todo método de estudio, investigación, comprensión y explicación de la realidad, comporta, por lo tanto, una dinámica interrogadora en los procesos de aproximación –lógico-racional, inductiva y deductiva– con el objeto de saber, que viene impulsada por la voluntad de ser en aquello conocido.
Lo que está por conocer es un campo abierto a nuestra capacidad de preguntarnos y lo ya conocido es la respuesta que le damos, la cual, si bien puede cerrar provisionalmente un determinado campo de conocimiento, no se da nunca sin abrir otro; es decir sin hacerse más preguntas. Preguntar, pues, responde siempre a una búsqueda humana de sentido, empezando por aquellas preguntas sobre uno mismo, que son tal vez las más difíciles de responder, dado que uno mismo no acaba nunca de conocerse del todo. De aquí que por ello, uno, tampoco cese nunca de interrogarse sobre esto, por ser justamente el hombre, un animal interrogante.
Visto así, creo que merecería especial atención un hecho que con frecuencia tendemos a pasar por alto, por no decir que ignoramos o evitamos: toda pregunta no deja de ser también un problema. Un problema, que precisamente, en muchas ocasiones, no queremos afrontar, aún cuando no podamos evitar formular la pregunta con que se expresa. En otras palabras, no creemos que sea negativo hacer preguntas, interrogarnos sobre las cosas, las relaciones, los acontecimientos, etc., pero en cambio sí que nos produce cierta angustia e inquietud, que tras cada pregunta haya un problema que reclame solución, tanto si ésta se encuentra como si no. Y es que nos resulta más conflictivo, negativo y doloroso el hecho de no ver salida a los problemas que el no ver respuestas a las preguntas.
Una pregunta sin respuesta es existencialmente más soportable que un problema sin solución. Ante un problema para el cual no tenemos la clave de la solución preferimos no cuestionarnos el por qué. Optamos por considerarlo un falso problema o incluso algo hasta engañoso, lo apartamos o esperamos a que nos lo resuelva otro o a que se disuelva con el paso del tiempo, sin preguntarnos si dicho problema no habrá surgido de la mala o inadecuada respuesta a una determinada pregunta o si bien es que simplemente no podemos aceptar ningún problema como tal, por lo que es, sin tener que preocuparnos o molestarnos en buscarle una posible solución.
Sí, los problemas ciertamente nos inquietan pues de lo contrario no se podrían considerar como oportunidades para crecer, mejorar, superarse o avanzar y nos dejarían inactivos, adormecidos, paralizados y realmente peor de cómo estábamos antes de tropezarnos con ellos en el camino de la vida. Pero también surgen en nuestro horizonte mental en forma de preguntas recurrentes que no podemos dejar de hacernos sin desanimarnos, puesto que no hay ninguna respuesta que cierre definitivamente el campo del conocimiento y dé por concluida nuestra función interrogadora.
Si nos diéramos cuenta de cómo es, de positivamente problemática la existencia humana, sacaríamos más provecho de las preguntas por su sentido. Y, paradójicamente, no problematizaríamos tanto aquellos problemas reales que no presentan una clara resolución. Aprenderíamos a verlos y a vivirlos desde un realismo existencial que apuesta por un sí al ser humano personal, con los problemas que esto comporta y que son exclusivos de nuestra especie. La intuición nos dice claramente que por nuestra condición humana la muerte es el único estado anti- problemático. Y el no-ser, ya ni esto. Las preguntas que podamos hacernos, más allá de ésta, tanto si creemos en un ser trascendental cómo si no, no son más que una muestra evidente de lo mucho que vivimos y somos desde los problemas y en los problemas, la positividad o negatividad de los cuales no procede tanto de las buenas o malas soluciones aportadas, como del acierto o desacierto de la actitud interrogadora con que los encaramos y planteamos.
Quien no se hace nunca ninguna pregunta no es aquel que cree que ya lo sabe todo, puesto que antes alguna se habrá hecho, sino aquel que no sabe que no sabe. Incluso un niño ante sus primeras preguntas, despierta él mismo al saber más primario, despierta su ignorancia natural, revela su inteligencia, más fresca y luminosa y desempaña su capacidad interrogadora. La atención que pone en todo lo que le rodea, ve y siente, lo capacita especialmente para aprender y escuchar las primeras palabras como si éstas fueran el alimento más sabroso y fecundo de su tierna vida mental. Los adultos, cada vez que preguntamos nos disponemos a recibir también uno u otro tipo de alimento para el intelecto y los sentidos, lo cual es si cabe más provechoso y gratificante, cuanta más atención y capacidad de escucha pongamos en la respuesta. No se trata, obviamente, de pasar todo el día formulando preguntas o de ir por el mundo interrogando a todos, por esto o por lo otro, pero ciertamente aquel que tiende a hacerlo así, está mucho más cerca de llevar su ignorancia al límite de sí misma y transformarla en una rica y activa fuente de conocimiento, que en el mundo cibernético y súper tecnificado en que vivimos, es tanto como decir que el hombre rechaza subordinar su inteligencia natural a cualquier artefacto de inteligencia artificial que piense, resuelva problemas, se haga preguntas y las responda por él.
Preguntar, escuchar y responder: asuntos vitales. Y ciertamente son los tres últimos reductos humanos en los cuales todavía nos es dado crear y mantener interrelaciones y conexiones de sentido, en los que la empatía, la confianza, la comunión y humildad entre unos y otros prevalezcan por encima de cualquier interacción mediada por la tecnología, por alta y avanzada que ésta sea. Aquí es justamente donde nos jugamos nuestra soberanía e integridad psicointelectual y moral. Nuestro ethos, en su sentido más pleno.