Por Javier Bustamante
Poeta
Barcelona, setiembre 2015
Foto: Creative Commons
Cada cultura tiene su propia forma de captar la realidad, de incorporarla, de enunciarla, de imaginarla y hasta de soñarla. Crea mitos e investiga razones para intentar saber porque es como es, de dónde ha salido la realidad que tiene delante de sus ojos y, en última instancia, cuál es el origen de quién se cuestiona todo esto.
En la medida que la cultura avanza y, en el seno de esta, la persona, se va codificando la realidad. Para ello crea sonidos con los cuales nombra lo que le rodea. Inventa un discurso al ir hilando dichos sonidos, cual si cantara. Y con este proceso va humanizando el universo, lo va haciendo asequible, familiar y amable. Una vez que puede crear una imagen dentro de él, el ser humano es capaz de plasmar esta relación de manera plástica para dejar constancia de ella. Así es como nacieron las pinturas rupestres, los glifos, los códices y, por último, los alfabetos.
La manera de escribir la realidad hace un retrato de cómo la ve una determinada cultura o persona. Como esos test(s) psicológicos en los cuales uno proyecta el mundo interior. Por citar un ejemplo, si nos situamos delante de algún códice prehispánico o pinturas, como también suele llamárseles, podemos apreciar un conjunto universo donde ha quedado plasmado un fragmento de realidad. Ya sea un mito fundacional, una relación de tributos o las costumbres religiosas de las fiestas. En el interior de los códices todo habla. De hecho, los antiguos sabían interpretarlos para «hacerlos hablar». Todo tiene un significado: la disposición de los glifos que ahí se representan, la proporción y los tamaños, los colores, los trazos y la dirección.
Al comienzo del periodo colonial en México, los tlacuilo –palabra náhuatl que designa a las «personas que al pintar escribían» los códices, cuyo equivalente serían los escribas–tuvieron que hacer un enorme esfuerzo por reinterpretar la realidad que se les presentaba a los ojos. Muchos de ellos tuvieron que pasar a ser informantes y así confeccionar códices a petición de algunos misioneros, los cuales dieran cuenta, tanto del origen de sus culturas como del presente que vivían. Gran parte de estos códices eran destinados a las autoridades españolas e, incluso, al rey. Para lo cual, sobre las pinturas tuvieron que ir incorporando palabras o frases en castellano, latín y náhuatl que explicaran su simbolismo.
El universo indígena se modificó al cambiar las claves con que lo interpretaba y con que lo perpetuaba a través del tiempo. Con el paso de las generaciones fue adoptando el alfabeto latino y los antiguos glifos pasaron de ser entidades comunicativas dentro de un contexto, a convertirse en elementos decorativos de la página de un libro. Asimismo, el soporte material dejó de ser la corteza de papel amate para dar paso al pergamino o a las hojas de papel.
A lo largo de nuestras vidas va cambiando nuestra manera de codificar la realidad. De niños, primeramente, vamos imitando sonidos, después comenzamos con las primeras palabras asociadas a alguna persona, necesidad o afecto. Posteriormente vamos añadiendo más y más palabras y símbolos con los cuales vamos incorporando la realidad y después evocándola cuando no la tenemos materialmente presente.
La incorporación de lo nuevo muchas veces nos pasa inadvertido, pero otras tantas es un proceso plenamente consciente. Incluso, puede representar un trauma cuando hemos de dejar atrás una manera de concebir el mundo para ir incorporando otra.
En el proceso de incorporar la realidad interviene la parte física, pero también la intelectual y la emocional. Con cada conjunto de palabras, que es la manera occidental como mayormente aprehendemos y fijamos conceptos, se va pintando un códice en nuestro corazón. Aquellas imágenes difusas que vamos captando primeramente, las vamos contorneando a base de palabras hasta conseguir apresar lo que nos sucede. Así es como todos llevamos un «escribano» dentro. Imágenes y palabras conforman nuestra autobiografía.
Sería un buen ejercicio contemplar nuestra vida como si fuera uno de esos antiguos códices. Ver cuáles son los acontecimientos importantes que han dejado su marca en nuestro itinerario vital. Qué personas han incidido o acompañado nuestros pasos. En qué momentos hemos sido más protagonistas de nuestro propio guion y en qué momentos simples espectadores. Para ello es necesario el reposo, la contemplación y, porque no, la fascinación de querer emprender esta investigación. Cada vida tiene su propio códice.