Por: Josep M. Forcada Casanovas
Ámbito Maria Corral
Barcelona, septiembre 2018
Foto:gtres
La pedagogía, como ciencia de la educación, ha convocado muchos formadores al autoanálisis, a la revisión de métodos y en busca de nuevas formas de educar. Desde siempre se ha movido en el deseo de la profundización científica, especialmente en cuanto a la responsabilidad que supone trabajar con niños, con jóvenes o adultos que se encuentran en la etapa que viven y que vivirán y que según cómo se los haya formado, se jugarán la felicidad.
Los pedagogos profundizan a partir de los varios modelos escolares, unas veces porque los resultados no son los deseados, otras, porque hay descontento en los alumnos, los padres o entre los educadores. Quizás se tendría que pensar más en unos elementos previos que animen a entender que el objetivo principal es motivar a la persona que sea feliz. Desarrollando la experiencia por un cambio de felicidad para aprender, para tener inquietudes de avanzar en la convivencia, entender la dimensión social de la persona para que, vivir aprendiendo, sea gratificante. A veces se resucita el desafortunado dicho: La letra con sangre entra. La «sangre» paraliza todo aprendizaje. Los éxitos son aprendidos desde el miedo. Todo aprendizaje desde esta dimensión se convierte en una enfermedad. Aprender a que la felicidad, es decir, sentirse bien es la primera lección. Una formación que empieza para asentar los principios que ayuden a dar respuesta al porque existes, qué sentido das en la vida o incluso, si eres feliz de ser quién eres en este mundo. Por eso cada cual, en su medida, tiene que poder encontrarse con el propio ser.
Todo es repensable y, si puede ser, sin prejuicios y con agilidad de pensamiento. Un amigo psiquiatra me explicaba gráficamente cuál era su trabajo. Lo hacía simulando que cogía la cabeza de una persona que tenía delante. Esta persona se suponía que miraba a una dirección concreta y él decía que lo tenía que ayudar a cambiar de dirección para dejar de fijarse obsesivamente en unas realidades para ser capaz de mirar a otro lado más objetivo y sereno.
Hay que situarnos en la realidad del mundo tan cambiante, pero atentos a los signos de futuro que ofrece la sociedad. Y no sentirse esclavo de formas, teorías o sistemas que provienen del pasado. Hace falta no estancarse en querer resolver los fracasos escolares, familiares o los de las estructuras sociales. Hay muchos caminos para intentar resolver el bien ser de la persona. Probablemente se tiene que intentar, desde la capacidad del educador, dar un paso para contar más con la libertad de expresión de unos y otros para dialogar con el alumno sin querer establecer un tipo de pugna entorno al que piensa el uno del otro.
El diálogo pasa por la naturalidad de entender que, a pesar de haber diferentes niveles generacionales, los más pequeños también hablan, tienen cosas a decir, a desear, a sacar de dentro y a expresar a los grandes aquello que queda en el subconsciente de muchos y es la misma definición de niño, que etimológicamente quiere decir «el que no habla».
Nos preguntamos: ¿Los niños y los jóvenes, son formados para ser plenamente y humanamente libres? ¿Se les educa para que sean conscientes que son seres que tienen la suerte de vivir? ¿Se les prepara para discernir la existencia que tiene cada uno y para aceptarla? ¿Se les ofrece pistas para aceptar sin amarguras la propia vida y la realidad que les toca vivir? ¿Se les ayuda a limpiar del corazón resentimientos históricos y amarguras extrañas que condicionan el presente? ¿Se les ayuda a no ahogarse en una vida sumergida en los prejuicios? ¿Se les educa para amar la sociedad tal como es, aunque sea llena de limitaciones, pero proponiéndolos mejorarla? ¿Se les invita a valorar la convivencia, la familia, la ciudadanía, la capacidad de dialogar con la ciencia, que evoluciona tanto? ¿Se les facilita a tener una actitud cultural interdisciplinaria? ¿Se les abre la puerta para entrar en el mundo de los valores? ¿Se les educa para entender la enfermedad y la muerte?…
Quizás el afán de poseer el mundo, el prestigio, títulos, reconocimientos, éxitos, ser los primeros… ahoga la capacidad de enfrentarse cada día con sinceridad a la propia realidad. Con tantas materias como se los imparte en la enseñanza, a veces, se consigue un embotamiento del cerebro, potenciado por el enriquecimiento de los nuevos métodos y de las nuevas tecnologías, llegando a concebir el cerebro como un tipo de máquina que todo lo tiene que absorber y que, de hecho, a menudo debilita la dimensión emocional y la de los sentimientos.
Haría falta re-explicar a los educadores –familia, escuela, etc.– que hoy se tiene que recuperar un modelo «humano humilde» de persona, no un modelo de «super-hombre», que muchas veces se asemeja más a un dios que a un ser humano. Esta concepción de la vida produce frustración, pero tal vez no se los ha enseñado a ser los últimos y a valorarse tal como uno es. Sin duda se hacen muchas cosas con buena voluntad bajo el manto mágico de favorecer la necesidad de triunfar, en vez de promover que sean felices. Entendiendo la felicidad como actiitud serena que da paz i genera para otros.
¡Cuántas veces en las experiencias de violencia psicológica y moral ante el fracaso escolar y, incluso, familiar se arrastran a lo largo de la vida que imposibilitan que uno se motive para afrontar la realidad con paz sin amenazas! Por ejemplo, ante las incertidumbres que presenta la vida, poder descubrir que hay quién puede apoyarte para poder tener actitudes humildes para ayudarte a cumplir posibles proyectos de futuro que, a la vez, no sabes si nunca podrán llegar a término. Aprender a adaptar la vida al presente, pero con la responsabilidad que el futuro, aunque no sea cómo se ha soñado, tendrá un sentido.