Arcadi Oliveres
Publicación de un artículo de Arcadi Oliveres,
como vicepresidente de Justícia i Pau,
en la Revista RE número 24 (octubre 2000)
en el monográfico sobre Consolidar la Paz
Estamos al final del año que la UNESCO proclamó como Año de la Cultura de la Paz y no podemos negar que muchas instituciones privadas y públicas le han dedicado la atención en los últimos meses. Evidentemente es positivo que se haya hablado de la Cultura de la Paz en un mundo donde el culto a la violencia es practicado desde los medios de comunicación hasta los bloques militares y desde los juegos de ordenador hasta las exhibiciones aéreas de algunas fiestas mayores.
Sin embargo, las simples conmemoraciones corren el riesgo de convertirse en agradables acontecimientos que, en el mejor de los casos, quedan en el recuerdo. Pero en el caso de la paz no es el recuerdo lo que nos interesa, sino el futuro, un futuro en el que se hayan podido ir estableciendo las condiciones para la pervivencia de una sociedad no violenta. Y, por lógica, este deseo supone más que una celebración, un programa. Un programa que partiendo de las ideas se ha de extender a la acción política, a las dinámicas sociales y los compromisos individuales.
Probablemente, lo primero que tenemos que hacer es renovar algunos conceptos que nuestras mentes tienen asimilados cuando se habla de seguridad. Por ejemplo, habría que empezar a pensar que las posibles amenazas a las que estamos sometidos no son prácticamente nunca de carácter militar; que las guerras no son el «último recurso», sino el «peor recurso»; que los conflictos bélicos son todos evitables si se ponen medios de prevención y negociación pertinentes; que no se puede hablar de guerras «justas» y «limpias»; que la mayoría de las «acciones humanitarias» han sido contraproducentes, interesadas y, normalmente, perjudiciales para las poblaciones afectadas de los dos bandos; que la mayoría de víctimas de las guerras son civiles que no están enfrentados entre ellos; que en el Mundo se gasta dieciocho veces más dinero en gasto militar que en cooperación al desarrollo, y que los países miembros de la OTAN, autodefinidos como guardianes de la paz, venden el 85% de las armas en el mercado mundial.
Los dirigentes políticos son los primeros en la responsabilidad de emprender el camino hacia la paz. A ellos corresponde el reforzamiento y la democratización de unas Naciones Unidas que deberían tener la capacidad de prevención, negociación y arbitraje en caso de conflictos. Y a ellos corresponde, también, actuar con urgencia, con el fin de promover la desaparición de los bloques militares, la destrucción de los arsenales de armas convencionales, nucleares, químicas y bacteriológicas, la drástica reducción del personal adscrito a las fuerzas armadas, la cancelación de determinadas partidas presupuestarias de los ministerios de defensa, la eliminación de la investigación científica con fines bélicos, el cierre de las industrias y la prohibición del comercio de armas, la apertura indiscriminada de fronteras con el fin de acoger a los que, víctimas de la guerra, se ven obligados a salir de su país y, sobre todo, la coherencia entre un discurso oficialista que dice desear la paz y una acción de gobierno que permanentemente prepara la guerra.
La sociedad no puede quedar alejada de las responsabilidades y de los trabajos pacificadores. La educación para la paz es probablemente una de las primeras tareas que debe asumir, pero no la única. Parece indudable que también le corresponde la organización de movimientos y redes pacifistas, la valorización de las figuras de la no-violencia, la denuncia ante la presentación de falsas amenazas (por ejemplo, la inmigración) y ante la creación de nuevas formas de militarismo (por ejemplo, la llamada defensa europea) y la puesta en marcha de campañas reivindicativas de las cuales son interesantes ejemplos la de la prohibición de las minas antipersonas, la de la transparencia en el comercio de armas y la que actualmente se está llevando a cabo en contra de las armas ligeras. No hay que olvidar, por otra parte, aquellas acciones puntuales de protesta y creatividad como la que llevaron a cabo recientemente una parte importante de los ciudadanos de Barcelona a raíz de la celebración del día de las fuerzas armadas.
Hay que decir que la Cultura de la Paz también nos incumbe a título individual: en primer lugar, como ciudadanos y miembros de diferentes colectivos y, en segundo lugar, en la medida que podemos asumir actitudes de negativa personal en la preparación de la guerra. Las diferentes formas de objeción de conciencia –fiscal, laboral, científica, al servicio militar, etc.– son una buena muestra. No tenemos el derecho a pedir a los demás que trabajen por la paz, si no asumimos nosotros mismos la parte de responsabilidad e incluso el riesgo que ello conlleva.
En resumen, el programa a favor de la Cultura de la Paz supone las diferentes implicaciones que acabamos de señalar y supone también un compromiso a favor de los elementos que, como el respeto por los derechos humanos, el desarrollo de los pueblos, la justicia social y la protección del entorno, han de sentar las bases de una paz que además de la guerra elimine también la violencia estructural.