Eva Galí Molas
Psicóloga
Fecha de publicación: 12 de abril de 2023
Foto: Pixabay
A medida que vamos recorriendo el camino de la vida, nos damos cuenta de que en nuestra sociedad de consumo los «objetivos-valores» más cotizados son la juventud, la belleza, el poder económico, la popularidad, el éxito laboral y el reconocimiento social, entre otros. Cabe decir que estos referentes no son en sí mismos dañinos ni motivo de crítica, sin embargo, dependiendo del tipo de interpretación que hacemos de estos y la prioridad que les damos en nuestras vidas, sí que nos pueden dejar un regusto amargo. Pero el tránsito hacia la madurez también puede conectarnos con esa parte del ser humano que reside más allá de la superficie de nuestra faceta externa.
Empezamos a ser conscientes del declive de nuestras facultades psicomotrices, de la estética corporal y también en ocasiones de la merma de nuestra agilidad cognitiva. También empezamos a relacionarnos con las pérdidas personales e incluso con las vitales, que aún son más importantes y estremecedoras. Y si nos aferramos a los valores estéticos perdidos, nuestra sensación de vacío será abrumadora y nos acobardará.
A menudo, las personas cuando se encuentran en una fase avanzada del ciclo vital tienen la percepción de haber perdido valor social y productivo, a su vez se sienten poco dignos de merecer algún reconocimiento por parte de los más jóvenes. La autoestima de la persona mayor recibe un fuerte impacto al percibirse a sí misma como un sujeto devaluado por el paso del tiempo desde la óptica de la ‘sociedad creadora de riqueza’. La sociedad ya les ha arrebatado el privilegio de ser portadores de experiencia laboral, de productividad económica, de referentes sociales e incluso de reclamo estético. De repente, se les relega a un papel de figuración, después de haber desempeñado roles activos en diferentes ámbitos sociales y laborales.
Es entonces cuando las personas mayores se repliegan en sí mismas, reencontrándose con las propias vivencias, errores, aciertos, deseos no logrados, aportaciones, es decir, inevitablemente con el reflejo de su huella vital, pero afortunadamente recogiendo también los frutos del propio aprendizaje que les permite contemplar la vida desde una perspectiva más amplia y completa.
Sin embargo, es una tendencia habitual cuando nos sentimos retirados de la actividad laboral y social, experimentar tristeza, frustración y perder la ilusión de vivir con más plenitud. Pero, ¿a dónde van a parar nuestros conocimientos, capacidad de prever eventos, experiencia, en definitiva, ese tipo de sabiduría con la que nos bendice una madurez tardía o la aurora de la senectud? Todos aquellos pasos que hemos dado a lo largo de nuestra vida, a veces con lágrimas, y a veces con acierto y satisfacción, ¿deben fundirse con la frustración, melancolía y vacío de la soledad?
¿El conocimiento y experiencia adquiridos durante nuestra trayectoria social y laboral deben permanecer a la sombra de nuestra actividad diaria y empezar a deambular en el sonambulismo del olvido? ¿Es que el saber hacer y la experiencia consolidada no es un buen sustrato para acercar distintos tipos de enriquecimiento? La evolución social, la tecnología y la experiencia pueden formar un buen tándem para la optimización de los recursos personales de los individuos y la globalidad de las sociedades.
No se trata de alentarnos hacia un rechazo activo contra la sociedad de consumo, sino saber acoger y dosificar sus valores en nuestro interior en cada etapa vital.
No necesitamos perdernos en los reproches a los diferentes agentes sociales que en una época pasada no nos permitieron alcanzar nuestros sueños u objetivos, desde una mirada con amargura del pasado, pero lo que sí podemos hacer es buscar nuestro espacio en nuestro momento presente. Justamente las ganancias de la experiencia nos pueden dar el empuje para resurgir de nuestra tristeza y liberarnos del abandono personal.
Cuando nuestra vida ha realizado un largo camino, no estamos retirados de la vida, sino del escenario laboral y de algunas actividades. Pero es necesario recordar que las leyes políticas y usos sociales no rigen nuestro espíritu, ya que es libre para crear y decidir aportar la riqueza de nuestra experiencia a los demás. De hecho, la sociedad para cada etapa vital resalta unos cánones estéticos, patrones sociales, roles funcionales y objetivos que le son propios.
Sin embargo, la sabiduría se convierte en un tesoro personal y de trascendencia social de valía inconmensurable y, aunque no se puede medir, ni definir, ni transmitir directamente, sí que se puede reconocer, experimentar y, lo que es más importante, se puede compartir.
La sabiduría gana las batallas en los límites socioculturales, en los juicios y en los prejuicios para ofrecernos las respuestas más adecuadas a cada situación. Y la sabiduría despliega todavía un poder más benefactor en ayudar a salvar a las personas en aquellas situaciones personales y profesionales verdaderamente difíciles.
La sabiduría da la oportunidad de que las personas mayores puedan encontrar su sitio en la sociedad, enseñando y compartiendo algún ámbito de su propia experiencia, y los jóvenes empezar a aprender a canalizar y filtrar la energía creadora y la iniciativa con los consejos de aquellos que les traen ventaja en el camino de la vida.
Al mismo tiempo, estrechar lazos entre diferentes generaciones nos hace conscientes de que la sociedad y sus miembros necesitamos de la ayuda ajena, lo que nos aleja a todos del vertiginoso sentimiento de soledad. La sabiduría se convierte en una placentera recompensa en el momento en que puede dar sentido y continuidad a las diferentes etapas del ciclo vital humano, infancia, juventud, madurez y senectud.
¿Debe permanecer en la sombra este tipo de sabiduría?