Sara Canca Repiso
Psicóloga
Publicado el 12 de febrero de 2024
Foto: Nile de Pixabay
Cuando les cuento a mis amigos que una emoción dura tan solo 90 segundos, se muestran incrédulos. Me increpan, argumentándome: «¿Cómo explicas entonces que estoy sintiendo enfado desde hace tres semanas seguidas o que estoy triste desde hace ya unos años, si las emociones tan solo duran 90 segundos?»
Tienen razón, aunque fallan en la terminología. Efectivamente, en términos químicos, una emoción tiene una duración aproximada de 90 segundos. Un minuto y medio. Son temporales. Ninguna emoción dura por siempre. Sin embargo, puede ocurrir que la emoción se renueve por sí misma y dé la sensación de que son eternas, entrando así en un estado emocional o sentimiento.
La amígdala, principal estructura del cerebro límbico, donde se guarda la memoria emocional, segrega una sustancia química conocida como neurotransmisor, transferido durante la sinapsis de las neuronas. Hoy en día se han descubierto alrededor de cincuenta neurotransmisores, siendo algunos de los más conocidos: la dopamina, acetilcolina, serotonina, adrenalina, histamina o noradrenalina. El neurotransmisor en cuestión se vierte en la sangre y provoca una reacción física, como palpitaciones, sudoración o tensión muscular, tardando 90 segundos en ser reabsorbido. Por ello, es recomendable beber un poco de agua, hacer una pequeña caminata, respirar serenamente o realizar un poco de ejercicio físico. Precisamente, para dar tiempo a que la compostura química de la sangre vuelva a su estado natural.
Por el contrario, si durante este tiempo seguimos focalizándonos en la idea asociada a esa emoción, la amígdala seguirá segregando la sustancia de la emoción o emociones encontrada/s.
Esto es debido a que la duración de la emoción depende de la idea que la provocó: si la idea es recurrente, la emoción se renueva, se retroalimenta.
Ante esta circunstancia, bastante común, nos surge una tentación: querer eliminar el pensamiento lo antes posible, detenerlo, hacerlo desaparecer. Porque estos pensamientos, si son negativos, nos alteran el estado de ánimo, nos agotan física y mentalmente. De hecho, pueden determinarnos para el resto del día.
¿Quién ha sido secuestrado alguna vez por la amígdala? Un secuestro por la amígdala puede ser algo así: «Esta persona me está enfadando. Le voy a responder de la misma forma.»
La buena noticia es que este mensaje viaja de la amígdala hasta el lóbulo prefrontal, el centro ejecutivo del cerebro, donde tomamos nuestras decisiones, traemos la información y después decidimos qué hacer. El lóbulo frontal es primordial, ya que te dice: «Cuidado, esa persona que tan mal te cae es tu jefe». Así que sonreiremos y cambiaremos el tema. Las neuronas de la zona prefrontal reciben el mensaje de la amígdala y tienen el poder de negarse. Se llaman neuronas inhibitorias, porque inhiben la acción, porque tienen la potestad de decir ‘no’. Esa es su respuesta. Si no funcionaran correctamente, el resultado podría ser desastroso.
Así, los pensamientos recurrentes se dan en todas las emociones: Si nos focalizamos en aquello que nos provoca miedo, estaremos alimentando la emoción del miedo; si nos focalizamos en lo que nos desagrada y molesta, estaremos renovando el enfado o la ira.
También, cuando algo nos provoca risa, cada vez que recordamos esa situación, volveremos a sonreír e, incluso, a repetir esa carcajada.
El amor hacia nuestro hijo/a es mucho más estable y duradero, desde antes de nacer y, generalmente, lo seguiremos amando de por vida. Precisamente porque el amor, la idea que tenemos de esa persona, es fija, por lo que la emoción va a ser coherente con el pensamiento asociado.
Si fuera cierta la creencia de que las emociones son eternas, no se producirían cambios bruscos ante decisiones importantes en tu vida. Como cuando dos personas se casan y juran amor eterno, creen firmemente en eso que sellan; sin embargo, esto no es suficiente para mantener vivo el amor y se olvidan de que este sentimiento requiere de cuido diario. Otros piensan que nunca saldrán de una depresión o que jamás superarán una fobia. Ese pensamiento genera un anclaje en la imposibilidad de cambio, una reducción de perspectiva que desmotiva y aprisiona.
Con todo, no nos afecta el hecho de tener ideas negativas, sino la fe que ponemos en ellas, llegando a creérnoslas sin ninguna sombra de dudas. Identificando ese pensamiento, poniéndole nombre, etiquetándolo y reconociéndolo, se reconocerá con determinación, siendo la piedra angular para poder gestionarlo, dejándolo estar, sin enfado y con aceptación.