Queremos ser libres. Esta es el grito que han clamado millones de hombres y mujeres a lo largo de la historia de la humanidad. La pregunta clave es qué significa ser libre, qué quiere decir vivir en libertad. A pesar de la definición que escojamos, aquello de lo que no hay duda es de que ser libre es muy difícil, que si una cosa echamos de menos en nuestro mundo son maestros de libertad, o sea, personas que nos muestren cómo podemos vivir en libertad. De algo ya nos avisó E. Fromm: la libertad da miedo y ser libres es una apuesta arriesgada y exigente, que genera inseguridad por la solicitud que experimenta la persona auténticamente libre.
La libertad es ser señor de uno mismo. Ser libre significa ser sujeto y no objeto, moverse por razones y propósitos conscientes. En definitiva, es llegar a ser yo mismo; por eso es tan importante conocer quién soy y cómo soy. Este aprendizaje es el camino para entender mi libertad.
La libertad humana no es omnímoda y, por lo tanto, es limitada como todo lo que se refiere al ser humano. Algunas personas piensan que ser libre es decidir lo que uno quiere a lo largo de la vida. Pero olvidamos que las grandes decisiones de la vida: existir, morir, envejecer, enfermar, no las tomamos nosotros, nos vienen dadas por nuestra condición humana. Y como dice el filósofo José M. Esquirol: «Cuando hablamos de condición humana y solo nos fijamos en los límites no entendemos qué estamos diciendo. Cuando hablamos de condición nos referimos a algo que es un límite y, a la vez, una condición de posibilidad. Y puede ser más una condición de posibilidad que un límite. Si, de entrada, cuando pensamos en la libertad pensamos en términos de límites y obstáculos, malinterpretamos la libertad, porque creemos que hay una libertad individual y unos límites que nos vienen dados por la libertad de los demás».
La libertad no puede ser un simple atributo individual; conlleva en si misma una dimensión social. Una libertad individual es tan estéril como un individuo absolutamente solo. Una libertad esclavizada por otros sería tan estéril como la anterior. Tenemos que superar el tópico de que mi libertad termina donde empieza la libertad del otro. Tenemos que empezar a entender que mi libertad empieza con la libertad del otro y se construye con los demás, porque yo soy con los demás y los demás han sido la condición de posibilidad de mi vivir. No puedo tener miedo a ser libre y a que los demás sean libres, porque la libertad es constitutiva de lo que soy y de lo que son.
¿Y para qué ser libres si no es para amar? Una persona libre, señora de sí misma, inteligente, pero que no ama, asusta a los que le rodean. Sin libertad no puede surgir el amor. El amor que tiene tantos matices y formas como relaciones humanas hay, es un hecho necesario. No es un suplemento, una cosa opcional que pueda vivirse o no sin que cambien los aspectos substanciales de la vida, es un elemento de la plenitud del ser humano.
No podemos forzar a nadie para que nos ame. El amor siempre es libre: o surge libremente o no es amor. Por eso podemos afirmar que siempre que constreñimos la libertad de alguien, impedimos que esta persona nos pueda amar. El miedo a no ser amados nos puede llevar a no respetar la libertad de los demás, a quererles dominar. Retener a los demás a mi lado, de una forma consciente o inconsciente, al precio que sea, imponiendo mi querer por encima de los demás, es causa de muchos de los conflictos que socialmente sufrimos hoy. No nos damos cuenta de que cuando dejo de respetar la libertad estoy impidiendo aquello que más deseo: que los demás me puedan amar. ¡Y cuántas relaciones humanas no fundamentan el amor en la libertad! No nos fiamos de que el otro sea libre, y el miedo a su libertad nos lleva a establecer una serie de relaciones, basadas en sutiles imposiciones, que buscan alcanzar la lealtad o la fidelidad de la pareja, del amigo, el trabajador o el ciudadano. Nos inventamos pequeñas trampas para dominar al otro: la consanguinidad, las atenciones que hemos dado o recibido, haber sido causa de la vida, un salario, unas promesas, todo ello revestido de un falso amor, como si esto nos diera la potestad necesaria para que el otro tenga la obligación de amarme o de votarme. Queremos garantizar el amor con estas cosas, y estas formas tan sutiles de potestad no generan más que desconfianza que a largo plazo acaban trayendo la enemistad.
Hay quien renuncia a ser libre, se entrega al otro, se deja dominar, proteger, pensando que así obtendrá amor, que se le dará lo que necesita para vivir con dignidad. La vida es una carrera para ser apreciados y valorados. Algunas personas renuncian a lo que son, para vivir lo que los demás quieren que sean, perpetuando una falta de confianza en ellos mismos. Por otro lado, hay quien vive sintiéndose imprescindible, otra forma de esclavitud que nos impide vivir como personas libres.
Cuando no se respeta la libertad se deteriora la convivencia, porque no se puede generar amor. Y si no hay amor, el miedo a perder a la persona o personas nos lleva a quererlas poseer, con lo cual perdemos el norte de nuestro ser y llegamos a creer que somos dignos de ser amados por lo que tenemos, no por lo que somos. En realidad, la brújula de la libertad se ha desorientado y vivimos atrapados en la red del tener o poseer.
Partiendo de la libertad, apoyados en la razón, podemos amar y hacer un mundo más amable.
Jordi Cussó Porredón