Por Olga Cubides Martínez
Periodista
Barcelona, abril 2008
Foto: M. Furuka
Sorprende que en tantas ocasiones y frente a temas incluso de gran magnitud se aluda tan rápidamente y sin el mínimo asomo de reflexión al sentido común, que es como la filosofía de los no filósofos, cuando en realidad –como decía Eugene O’Neill, dramaturgo estadounidense– creer en el sentido común es la primera falta de sentido común.
¿En el término sentido común urge una resignificación? Yo diría que sí, pues le pasa como a aquellas palabras que, de tanto usarlas, se quedan vacías de contenido. En las últimas semanas y frente a los más diversos temas he escuchado decir: «es algo de sentido común», «el sentido común me lleva a pensar que…». Quizá también el sentido común ha perdido algo de sentido o, como dicen algunos, se ha convertido en el menos común de los sentidos.
Además, con seguridad no hay un único sentido común ni éste ha sido igual a lo largo de la historia. Es tan diverso como las personas, las culturas, las herencias históricas, las creencias, etc. Así, el sentido común de un francés –donde los filósofos han dedicado más reflexión a este asunto– no será igual al sentido común de un alemán. Ni el sentido común de un español contemporáneo será igual al de un coterráneo suyo de principios de siglo. Incluso cabe preguntarle a quien nos invita a usar el sentido común algo así como: «perdone, ¿a qué sentido común se está usted refiriendo?»
Ante las encrucijadas, las dificultades y las sin salidas, las personas suelen invocar el sentido común, como si de un lugar se tratara: una enciclopedia, un oráculo o un sitio al que se puede acudir en busca de respuestas. Pero si nos detenemos a pensar no es así: ¿dónde está el sentido común?, ¿a dónde podemos ir para encontrarlo en caso de necesidad?, ¿está dentro de cada uno o fuera? y ¿a partir de qué hemos construido –o debemos construir– este sentido? Porque es eso, justamente, una construcción –mental, social, pseudofilosófica.
En la sociedad del cambio en la que vivimos, marcada por una mutación profunda, de realidades, de conceptos y de valores, hay que repensar qué incluir y qué no en el sentido común: qué valores siguen siendo vigentes para mantenerlos allí, cuáles han caducado, qué elementos nuevos se deben incorporar y quién debe hacer esta selección. Puede ser que encontremos alguna pista en aquello que se ha dado en llamar las agencias de sentido, es decir aquellos agentes sociales con capacidad para dar o encontrar nuevos sentidos a las realidades que nos rodean.
Qué es el sentido común: ¿aquello que es bueno, verdadero e importante?, siguiendo categorías clásicas o un orden de prioridades que, por su «obviedad», puede generalizarse. Se asegura que «es la concepción del mundo absorbida acríticamente de los varios ambientes culturales en medio de los cuales se desarrolla la individualidad moral del hombre medio. El sentido común no es una concepción única, idéntica en el tiempo y en el espacio: es el “folclore” de la filosofía, y, como el folclore, se presenta en formas innumerables; su rasgo más fundamental y más característico es el de ser una concepción (incluso en cada cerebro) disgregada, incoherente, incongruente, conforme a la posición social y cultural de las multitudes, cuya filosofía determina.
El sentido común es el conocimiento que se adquiere por medio de la experiencia y a través de los sentidos, de una manera espontánea, dispersa, acrítica y convencional. Espontánea, porque su conocimiento se da sin que lo busquemos o es producto de la necesidad de dar solución inmediata a problemas particulares. Dispersa, porque se limita a explicar los hechos aisladamente (¡sin contextualizarlos!) y sin llegar a establecer relaciones entre ellos. Acrítica, porque no se basa en el juicio ni se funda en los principios de la ciencia o en las reglas del arte. Y convencional, porque es un tipo de conocimiento que se basa en la tradición o el consenso de la mayoría.
No sé a ustedes, pero, tras esta definición, a mí el sentido común me resulta más que sospechoso. Quizá debamos empezar a hablar de sentidos comunes o de cosas que al común de los ciudadanos le parecen con sentido, pero que no tienen por qué ser la respuesta más correcta frente a una situación. También es probable que la resignificación lleve a pronunciar menos esta palabra, a hacerlo con mayor precaución y a acudir a otras como el buen sentido o el buen juicio.
Alguien dijo que el sentido común es la cosa mejor repartida, pues todo el mundo se muestra satisfecho con el que tiene, pero también es cierto –como decía Unamuno– que «hay gentes tan llenas de sentido común, que no les queda el más pequeño rincón para el sentido propio». Por ello, además de no fiarnos excesivamente de las palabras, porque son engañosas, intentemos hacer un ejercicio de resignificación de este término y sobre todo busquemos espacios y tiempos para ocupar aquellos rincones de sentido propio.