Por Natália Plá Vidal
Doctora en Filosofía.
Salamanca, España, abril 2008
La dote era la provisión de bienes y derechos que una persona aportaba al matrimonio o a la comunidad religiosa. A veces, con no poca malicia, se interpretaba como un lenitivo por la carga que se asumía al recibir a la otra parte de la pareja, especialmente, a la mujer. Pero, de hecho, también se podía entender como una medida sensata para hacer frente a la vida conjunta que emprendían, al proyecto vital que afrontaban juntos.
Formamos a nuestros niños y jóvenes para que vivan en sociedad, no para que permanezcan cerrados en ningún núcleo primario. Introducidos en esta sociedad desde el nacimiento, es bueno que contribuyan a la vida conjunta con el grado de responsabilidad correspondiente a su edad. Pero la «dote» que aportan, una vez se van haciendo adultos, no es para aligerar la carga que puedan comportar; al contrario, son los bienes y los valores con los que contribuyen a una mejor vida conjunta. Por ello, esta dote no está conformada por bienes materiales, sino que es una dote de madurez, de habilidades para relacionarse, de capacidad de amar.
Habitualmente, deberíamos desear para nosotros y para los que amamos un entorno amable, en el que unos y otros nos respetáramos con calidez –es decir, no solamente con la contención de la justicia, sino también con el catalizador del afecto–, donde todos pudiéramos sentirnos amados por alguien –ojalá por muchos– y donde, para ser dignos de este amor, no nos hiciera falta ser ni hacer nada fuera de lo ordinario de ser y de ser quienes somos.
Es decir, en principio, deseamos la felicidad. Pero conviene que reconozcamos que muy a menudo las dificultades para sabernos felices provienen más de nuestro interior que de las circunstancias que nos rodean. Ciertamente, éstas pueden ser un obstáculo importante, pero incluso en las situaciones más adversas, hay quien es capaz de generar en su interior una dinámica positiva que encare, gestione y encaje aquello que le sucede o que sucede en él. En este sentido, podríamos decir que la felicidad tiene mucho de acomodación a la realidad, la de aquello estrictamente personal y la de aquello que nos rodea; esta acomodación es algo más que mera resignación o incluso aceptación. Consiste en llegar a «sentirnos cómodos» con lo que realmente pasa en nuestra vida, con aquello que llega a ser nuestra vida.
Si queremos para los nuestros una vida feliz, conviene que los dotemos de aquello que les facilitará el llegar a serlo. Sí, que les facilitará, porque por más que lo deseemos, nadie puede «hacer feliz» a otro, por más que lo desee o se obsesione. Podremos favorecerlo, pero ni siquiera movidos por la mejor intención, podemos controlar todos los elementos que conformarán la vida de los nuestros (y, claro está, tampoco sería bueno que lo pretendiéramos). La felicidad, en último término, depende en buena medida de la persona misma. Lo que nosotros podemos hacer es dotar, proveer a la persona de las cualidades, las habilidades y los criterios para manejarse y, todavía más, para ser feliz en aquello que escoja vivir, pero también en aquello con lo que se encuentre sin elección previa.