Por Leticia Soberón Mainero
Psicóloga. Colaboradora del Ámbito María Corral
Roma, julio 2008
Foto: L. Cuevas
El ejercicio de la humildad vuelve a estar de moda, recuperado por numerosos libros de auto-ayuda que pueblan las estanterías de los grandes almacenes. Quizá no conste bajo su verdadero nombre, que seguramente le restaría popularidad. Se promueve como recuperación del sentido de realidad y como aprecio de uno mismo tal cual es. Otra forma de llamarla podría ser «autoestima», valor en alza que sería una falsedad si no se basara en la real-realidad de la persona, con sus virtudes y defectos, con sus límites y sus potencialidades auténticos.
Ahora bien. ¿Por qué se ha vuelto tan importante recuperar la humildad, sea como sea que se le llame? Quizá porque hace años que una severísima cultura de la imagen –entendida muchas veces como apariencia– nos impulsa a cincelarnos según el perfil físico y de personalidad de los grandes modelos mediáticos. En este clima social, apreciarse a uno mismo se ha vuelto una empresa cada vez más difícil. Se sobrellevan con dificultad el leve exceso de grasa, el acné juvenil y los labios finos o los más incipientes signos de envejecimiento. Y rasgos de personalidad como la timidez o la escasa competitividad suelen ser considerados negativos. Así, se vuelve laborioso escapar al imperio de los lugares comunes dictados por la moda, pero quien logra apreciarse tal como es se libera de un enorme peso que le dificultaba caminar con garbo por la vida.
El primer significado de la palabra humildad es el de «virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento». Tengo yo visto por experiencia que las personas de ese tipo muestran una gran dosis de sabiduría y son mucho más felices que quienes viven a duras penas luchando contra las evidencias de su ser e ignoran quiénes son. Éstos no perciben su propia realidad; son conscientes quizá tan sólo de sus virtudes, no de sus limitaciones. O bien sí se dan cuenta de estas últimas, pero intentan esconderlas para evitar el rechazo social y actúan como si jugaran a ser mejores de lo que son. Este juego es muy cansado, además de estéril: los demás suelen percibirlos rápidamente en su realidad más cruda, y ese camino no los lleva a un auténtico desarrollo de sus capacidades.
Es interesante recordar aquí que el investigador norteamericano Robert Sternberg define la inteligencia como «la habilidad para alcanzar lo que se desea en la vida, dentro del propio contexto sociocultural, capitalizando las fortalezas y compensando o corrigiendo las propias debilidades.» En otras palabras, este autor está describiendo la inteligencia como una capacidad de la persona humilde para lograr de la mejor manera posible lo que se ha propuesto en la vida, desde sus circunstancias vitales y sacando el máximo partido a sus capacidades.
Quien posee la inteligencia de la humildad no pelea con la vida a cada instante, y ello le ahorra inútiles accesos de ira, estrés y desgaste. El inteligente/humilde puede ser comparado con quien hace surfing en el mar; se desliza con y desde los eventos que la vida de por sí conlleva, previstos e imprevistos, y con una musculatura flexible toma de la mejor manera la ola para dirigirse a su meta, mientras que esa misma ola puede revolcar a otros que deciden llevarle la contraria. La persona que así actúa suele establecer vínculos más fuertes y duraderos con otras personas, a las que acepta a su vez como son, sin exigirles lo que no pueden dar. Es por ello capaz de dar y recibir amistad y amor.
Bienvenida la humildad, esa maestra de vida que nos hace más lúcidos a la belleza, pequeña o grande, que la vida cotidiana de casi todo ser humano contiene en sí. Esta virtud, además de hacernos más grato el camino, es una brújula para acertar en nuestras metas y alcanzarlas.