Por Rodrigo Prieto
Master en Psicología Social
Barcelona, España, octubre 2008
Foto: A. Otto
Hace unos días me detuve frente a un escaparate del Paseo de Gràcia, el exclusivo Boulevard de Barcelona donde se reúnen las tiendas más exclusivas de la moda internacional. Unos jeans negros fueron los que llamaron mi atención. Sabía que no los compraría, pero sólo por curiosidad quise entrar y preguntar el precio. 349, 90 € fue la respuesta (unos 475 dólares).
Días antes había comprado unos muy similares por 35 € en el barrio antiguo de la ciudad. ¿Por qué tanta diferencia?, ¿la tela?, ¿el local?, ¿el barrio?… LA MARCA.
Probablemente el precio final del producto había sido calculado por especialistas, a través de una ecuación en que se combinan todos esos elementos, dentro de los cuales, la marca, es uno fundamental. ¿Por qué razón las marcas generan tanto deseo?, ¿qué necesidades pretendemos satisfacer a través de ellas? En definitiva, ¿qué compramos, cuando compramos un producto de una marca y no de otra?
Hace tiempo que los especialistas en marketing saben que el consumo se basa no sólo en las necesidades básicas de las personas, sino también en sus deseos, sueños y expectativas e incluso en sus frustraciones, manías y obsesiones. Por eso, en nuestra actual sociedad de consumo, los productos apuntan a crear nuevas necesidades, mucho más complejas, en las que se combinan varios de estos elementos, para generar también complejos estados de satisfacción. Así, no es raro que actualmente deseemos tener pantalones que nos hagan sentir jóvenes y sensuales, coches que nos conviertan en amos del mundo o sofisticados relojes que nos hagan únicos y especiales.
La necesidad de diferenciación es parte del desarrollo de todos los seres humanos, por tanto no es extraño que de una manera u otra todos busquemos diversas formas de realizarla; lo que sí resulta -como mínimo- curioso, es que en algunos casos esta diferenciación se realice a través de las marcas de lujo.
A finales de la década de los 70, el sociólogo francés, P. Bourdieu utilizó el concepto de distinción para explicar el funcionamiento de esta dinámica social. Aunque en su estudio, se centraba en la producción y consumo de arte, su teoría es perfectamente aplicable a todo tipo de productos que tienen como valor añadido la exclusividad. Señala el autor que en su libro quiso “llamar la atención sobre el hecho de que el acceso a la obra de arte requiere instrumentos que no están universalmente distribuidos. Y por lo tanto, los detentores de estos instrumentos se aseguran beneficios de distinción (…) que son más grandes en la medida en que sus instrumentos son más raros» Bourdieu, (1979). En el fondo se trata de objetos cuyo valor no sólo es monetario, sino semántico, es decir, que son capaces de transmitir muchos significados, de dar mucha información, dentro de un determinado contexto social capaz de leerla. M. González comenta que de esta manera podemos “percibir o relacionar inmediatamente un acento, un gesto, un traje o una práctica alimenticia con una posición social y, al mismo tiempo (…) conferirles un cierto valor social, positivo o negativo”. (http://www.robertexto.com/archivo5/distincion.htm).
Sin duda la información más evidente que transmiten los objetos de marcas lujosas o exclusivas es el alto poder adquisitivo de quienes los detentan; es decir, quien lleva el pantalón de 349 euros no sólo se está protegiendo del frío de manera más o menos acertada (dependiendo de los criterios estéticos de quien le mire), sino que también está diciendo al mundo, “tengo dinero, tanto como para gastarme una alta suma en un objeto de lujo”.
En un mundo donde casi todo se consigue con dinero, y a su vez éste se consigue –supuestamente- con esfuerzo y dedicación (de acuerdo al americano paradigma del selfmademan –“el hombre que se ha hecho a sí mismo”) tenerlo en grandes cantidades parece ser garantía de calidad humana y personal; por el contrario, no tenerlo suele ser entendido como falta de inteligencia o de habilidades o de esfuerzo o de contactos, etc. En suma, la pobreza es un estigma que nadie quiere tener, por eso, intentamos de cualquier manera demostrar no sólo que no lo somos, sino que por el contrario, que tenemos dinero, y mucho. Y las marcas caras que llevamos encima son una herramienta para decirlo sin abrir la boca.
En el año 2000, la periodista canadiense, Naomi Klein, provocó cierto revuelo en el mundo económico con su libro “No Logo” (Knopf, Canada, 2000) en el que analiza la influencia de las marcas en la sociedad actual, así como la cada vez más extendida estrategia de las grandes empresas de asociar su marca a una imagen, un estilo de vida, en definitiva un conjunto de valores que resultan atractivos para determinados consumidores. Con este propósito se diseñan impresionantes y millonarias campañas publicitarias destinadas a materializar dichas asociaciones hasta que éstas quedan “instaladas” –cual programas de ordenador- en la mente de las personas.
Ciertamente las mismas empresas multinacionales que nos venden esos estilos de vida son las mismas que generan miles de puestos de trabajo, contribuyendo así al mantenimiento de la economía; sin embargo, también es verdad que las empresas no son entidades de beneficencia, por tanto en su gestión nunca dejan de ganar grandes sumas de dinero vendiéndonos algo así como packs de valores en forma de coches, perfumes, abrigos, viajes o… pantalones.
No se trata de cuestionar el consumo de nadie. Cada uno es libre de consumir lo que quiera y pueda. Más bien se trata de una invitación a pensar en qué compramos cuando compramos, y por qué deseamos que eso que compramos tenga la forma de un objeto de lujo. Quizá las respuestas a estas preguntas nos ayuden a saber un poco más sobre nosotros mismos, y –con suerte- se traduzcan en un alivio para nuestros bolsillos.