Por Mónica Moyano Prieto
Colaboradora del Ámbito María Corral
China, mayo 2008
Foto: S. James
Tengo un amigo que tiene una costumbre poco habitual: cuando llega a casa se quita el reloj. Es más, cuando entra por la puerta, también deja en una mesita las llaves de casa y el móvil. Después de colgar la chaqueta y dejar el maletín del ordenador en la mesa, cambia sus zapatos por cómodas zapatillas y se va a la cocina a preparar la cena. Para él, llegar a casa es despojarse temporalmente de todo aquello que le condiciona y le marca la vida.
Cuando vamos de visita a casa de un amigo también podríamos adoptar esta costumbre de quitarnos el reloj. Pero en realidad pasa lo contrario, cuando llegamos a casa del amigo ya estamos pensando en lo que tenemos que hacer en cuanto salgamos, ya que después aún hay otros trabajos, otros planes. No es que la conversación con el amigo nos aburra, no, es que ¡estamos tan ocupados! Nos resulta especialmente incómodo hacer visitas en invierno, cuando usamos manga larga: ¡qué difícil es mirar la hora en el reloj sin levantarnos la manga del jersey y quedar en evidencia! En esas ocasiones preferimos, nada más llegar a la casa del amigo, localizar un reloj –¡tiene que haber uno!–, por ejemplo, el pequeño reloj del DVD. ¡Lo bien que iban aquellos antiguos relojes de pared que nos iban dando las campanadas, avisándonos de la hora! O también los relojes de los campanarios de las iglesias, que tocaban hasta los cuartos. Claro está que en aquella época el tiempo no escaseaba tanto como ahora. En verano, cuando llevamos manga corta, da la casualidad de que coincide con nuestras vacaciones, y el tiempo es un bien abundante; ya no necesitamos mirar tanto el reloj. Además, muchas veces no llevamos reloj, para que no nos quede la marca del sol. Pero exceptuando ese corto período de tiempo que son nuestras vacaciones, el resto del año es el reloj quien nos dirige la vida. Muestra de ello es ese tic de girar la muñeca para ver la hora aún cuando no llevemos reloj.
Como ejemplo de esclava del reloj tenemos a la pobre Cenicienta que pasaba de bella dama a humilde sirvienta al sonar las doce de la noche en el reloj del palacio del príncipe. Ya podía estar en el momento más romántico del baile, pero, al oír las campanadas, debía echar a correr para no quedar en ridículo ante toda la corte. Ella, con las prisas, sólo perdió un zapato. ¡Cuántas oportunidades de una buena conversación perdemos con nuestras prisas!
En la cultura china las buenas conversaciones necesitan tiempo. Las casas de té tenían este objetivo: los amigos bebían té y conversaban horas y horas. Cuando una tetera se acababa, añadían más agua al té y continuaban la conversación. ¿Qué podemos obtener de una conversación que dura una hora? El mejor vino se deja para el final, pero con un tiempo tan limitado, casi no tenemos ocasión de abrir la botella.
En nuestra sociedad actual, tan acelerada, el tiempo pasa volando. Incluso en las vacaciones organizamos nuestro tiempo al segundo, para aprovecharlo bien. Sólo hay una ocasión en la que sucede exactamente lo contrario. Cuando uno está enfermo, en la cama, el tiempo pasa muy lentamente, nos agobia. ¡Benditas gripes que nos ayudan a recuperar la dimensión humana del tiempo!