Por Anna M. Ollé Borque
Colaboradora del Ámbito María Corral
Santo Domingo (R. D.), noviembre 2008
Foto: F. Zona
Paseando por las calles de Florencia topé con la Piazza della Signoría y la impresionante reproducción del David de Miguel Ángel con una honda recostada en la espalda y una piedra aferrada en su mano derecha. Escuché a un guía decir que era la primera vez que a este personaje bíblico no le habían esculpido con la cabeza de Goliat pisada bajo sus pies. Miguel Ángel cinceló en este personaje gestos y expresiones de un joven quieto, pensativo, meditando antes de actuar para saber cómo vencer a su gigante enemigo.
La vida corre tan rápida que, con frecuencia, somos incapaces de asimilar los acontecimientos del día a día. No tenemos tiempo para pensar en lo que vivimos: las novedades o las dificultades que se nos presentan, las respuestas o nuestras reacciones. Pero tampoco vemos la necesidad de buscar algún momento del día para detenernos y, con calma, analizar aquellas relaciones o situaciones que estamos viviendo. Es tanta la velocidad con que vivimos que, a veces, hasta nos sentimos desmemoriados, incapaces de recordar lo que hicimos, con quien estuvimos, qué hablamos con alguien el día anterior.
Sin darnos cuenta, nos vamos alejando de esa sabiduría que supo recrear Miguel Ángel en su David reflexivo. Nuestra sociedad mediática, sobre-estimulada de sentidos y atracciones externas, con frecuencia nos hace sobre-volar por encima de todo, sin profundizar casi nada. Todo el día, acostumbramos a estar estresados y corriendo, tratando de hacer las cosas, resolver trabajos urgentes como autómatas, sin pensar demasiado por falta de tiempo. De esta manera, lo que somos o cómo nos comportamos dejan mucho que desear por esas actitudes desmesuradas, irracionales, violentas, injustas que con frecuencia tenemos y hasta nos sorprenden.
Pascal decía que “toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: la de no saber permanecer en reposo en una habitación». Si lográramos equilibrar y redimensionar nuestro ser hacia fuera -el mundo y lo que nos rodea-, con nuestro ser interior -el yo-, seríamos capaces de gozar la existencia y de nuestra realidad, mucho más de lo que lo hacemos. El automatismo o activismo feroz que con frecuencia soportamos nos impiden ser conscientes de lo que somos y vivimos. Ser conscientes exige un tiempo y una disposición de quietud, un deseo de conocer, ser veraz y auténtico, re-mirar sosegadamente lo que nos rodea, lo que somos como persona.
Pero realizar este ‘ejercicio de reposo’ nos reclama una violencia: hay que ir a contracorriente del mundo, detenerse cuando todos corren. Requiere buscar en la agenda un espacio de tiempo largo y dejarlo en blanco: no poner en él ninguna actividad. Tratar en ese margen de tiempo, de alejarse del bullicio; ir, por ejemplo, a un lugar agradable pero no lejano. Buscar un tiempo de soledad para meditar en silencio. La soledad y el silencio son buenos aliados para este ejercicio y, a la vez, son derechos humanos que tenemos, aunque no los ejercitemos.
En esos momentos tiene un papel fundamental la memoria y el aprender a recolocarlo todo en su sitio. Es necesario recordar pero ejercitarse en el olvido de lo negativo –que no significa ser amnésico, sino más bien no guardar rencor y olvidarse de uno mismo-; en el perdón, en empezar de nuevo.
En esta experiencia, en soledad y en silencio al estilo ‘Daviniano’, el yo y todo lo que nos rodea se va aquietando y surge un sonido interno lleno de contenidos. El yo y la realidad se resitúan desde la contemplación y adquieren su justa medida: soy capaz de sentirme frágil, y a la vez con fuerzas; limitada pero con deseos de abrazar mi existencia; me distancio de la inmediatez para callar y aprender desde el silencio.
Esta soledad y silencio exige disciplina, como todo, ya que no es una huida o evasión, ni tampoco un desconectarse de la realidad. Ejercitarse en un tiempo de soledad y en silencio favorece el descentramiento del yo; ser más conscientes y responsables de nuestros actos; tomar las decisiones con mayor orden y autenticidad; encontrar las raíces profundas de la fraternidad y la solidaridad. Son momentos para contemplar la realidad, para verla tal como es, aceptarla y, luego, poder trabajar con renovado impulso para transformarla.