Por Jordi Cussó Porredón
Economista
Director de la Universitas Albertiana
Barcelona, España, mayo 2009
Foto: Lx
Estos días, en Barcelona, se discute cómo celebrar determinadas fiestas ciudadanas y cuáles son los espacios más adecuados para concentraciones multitudinarias. El hecho de que el equipo de fútbol de la ciudad haya logrado unos éxitos deportivos hace que la gente salga a la calle a celebrarlo. Todo el mundo está de acuerdo que esta expresión espontánea de alegría es buena, y que se exprese en la calle es signo de una fiesta ciudadana que se debe favorecer y que no se puede recortar. El problema es que detrás de estas expresiones festivas se esconden otras realidades, no tan sólo las que provocan algunos grupos violentos y que todo el mundo rechaza, sino algunas posturas demasiadas cómodas y que muestran un «civismo adolescente» por parte de un gran número de ciudadanos.
El excesivo bienestar económico de los últimos años nos ha deformado y nos ha hecho adquirir costumbres, hábitos y actitudes que son de niños enviciados, sobreprotegidos, «malcriados». Nos hemos acostumbrado a tener unos medios materiales que se nos han hecho imprescindibles, y que nos han decantado a una serie de comportamientos que respondían a lo que creíamos poseer, y ahora que vivimos tiempos de crisis no estamos dispuestos a renunciar, y menos todavía si se trata de celebrar las victorias de nuestro equipo.
No hay duda de que somos generaciones hijas de una sociedad machista que obligaba a la mujer a quedarse en casa y a ocuparse de las cosas del hogar. Nuestras madres enviaban al resto de familia fuera de casa mientras ellas se ocupaban en exceso de las tareas que ésta comportaba. Después las cosas cambiaron e incluso la madre salió del hogar, pero a una persona o a otra encontrábamos que nos hiciera las tareas de casa. Hoy en día es extraño encontrar alguien en casa, porque todos tenemos muchas actividades. El hecho de salir de casa para trabajar, estudiar, hacer deporte, o simplemente para no estar, no nos ayuda a tener conciencia de lo que provocamos, ni todavía menos de lo que ensuciamos cuando estamos. Esto nos ha convertido (sobre todo a los hombres) en unos seres atentos, preocupados por lo que tenemos en frente nuestro, pero que no sabemos mirar lo que hemos dejado detrás nuestro. Esta tarea antes correspondía a la madre y ahora a la mujer de la limpieza (mientras hemos podido mantenerla). Ensuciábamos los platos, pero al día siguiente estaban limpios; no hacía falta limpiar el lavabo, porque ya había alguien que lo hacía; la nevera siempre estaba llena; no hacía falta preocuparse de nada, puesto que siempre hay alguien que recoge, limpia o deja las cosas a punto. Incluso los más jóvenes, gracias a la mejora de la relación con los padres, pueden hacer una fiesta con los amigos y acabarla de madrugada, se levantan a la hora de la comida y no pasa nada, porque otros han recogido lo que ellos habían desordenado y ensuciado. Todo es algo mágico: sin hacer nada, todo vuelve a estar en su lugar. ¡Nos han mal educado!
Esta «mala educación» se hace todavía más evidente cuando salimos del ámbito privado al público. Ahora ya no tenemos suficiente con el «papa Estado» y necesitamos el «Estado chacha», y en estos momentos de crisis, ¡a saber cuántas cosas más le pediremos! Cuántas personas se creen angelicales, es decir, que no molestan nunca a nadie, no rompen nada ni ensucian plazas o calles, porque cuando se levantan de la juerga nocturna, el ayuntamiento ha limpiado la suciedad que ellos habían dejado en la calle. Además, muchas veces, estos son los que más exigen que todo esté limpio, pulcro y aseado. Nos manifestamos ecológicos e incluso amantes de la naturaleza, pero necesitamos una huelga de basureros para visualizar la suciedad que generamos diariamente, o sólo es necesario ir de madrugada a las plazas emblemáticas de nuestras ciudades tras celebrar la fiesta de nuestro club, para descubrir el rastro que dejamos. Que tengan que venir otros detrás nuestro a limpiar es de ciudadanos inmaduros, de adolescentes mal educados que casi nunca han debido limpiar la suciedad que generan. Necesitamos que la brigada de limpieza pase a primera hora de la mañana, porque no queremos reconocer lo que provocamos. Vivimos instalados en un falsa realidad que nos malcría y nos priva de crecer en aspectos básicos de la vida. No podemos decir que conocemos la realidad de lo que verdaderamente somos, cuando nadie nos ha enseñado que la fiesta se acaba cuando todo queda limpio y recogido.
Esta ciudadanía inmadura, además, considera que tiene derecho a todo. Todo nos ha sido tan fácil en estos últimos años de consumo desmesurado, que nos han acostumbrado a tener de todo sin esfuerzo, por esto ahora no soportamos que nos falte algo. Si las cosas no están a punto nos creemos con el derecho de protestar. Somos ciudadanos de derechos que hemos olvidado –o quizás nunca nadie nos ha explicado– los deberes. El siglo que hemos acabado ha sido el de la lucha social para lograr una serie de derechos humanos y ciudadanos, que finalmente han sido aceptados y recogidos en nuestras constituciones y en los respectivos estatutos. Pero ahora nos toca trabajar mucho para lograr los deberes humanos, si queremos garantizar una buena convivencia. Tenemos deberes hacia nosotros, los otros y la naturaleza. Y uno de los primeros deberes que tenemos es limpiar lo que ensuciamos y, si sé quién soy y cómo soy, haré fiestas ensuciando y molestando lo mínimo posible.
Convivir es compartir, y la convivencia en todos los ámbitos, no quiere decir vivir esperando que los otros me den lo que necesito o que me resuelvan los problemas que yo genero. Ser sociables es entender que la libertad no puede ser sólo un atributo meramente individual, sino que también es social. Es lógico que un niño, a medida que va creciendo, acentúe su individualidad y su libertad individual. Pero quedarse en este estadio es «ser» un adolescente, y no hay nada peor que unos adultos con actitudes adolescentes. La madurez es llegar a participar del grupo, crear familia, equipo, contribuir con la propia libertad a construir sociedad y convivencia.
En estos momentos de crisis, si aprendemos una cosa tan elemental como que las fiestas deben acabar dejándolo todo como lo hemos encontrado –y si es posible, algo mejor–, ahorraremos mucho dinero, que se podrá dedicar a atender otras necesidades más urgentes y que responden a situaciones más básicas y «reales».