Per Javier Bustamante Enríquez
Poeta
Barcelona, marzo 2009
Foto: Serhio
“¡Quisiera que el tiempo se detuviera hoy, tengo tantas cosas por hacer!”. Muchas mañanas comenzaba el día con este pensamiento. Ya desde la cama se abría la jornada ante mí como una agenda apretada. Un día abrí los ojos y en lugar de desear que el tiempo se detuviera, tuve la intuición de que quien debía detenerse en el tiempo era yo. “Detente en el tiempo, sostente en el tiempo: se trata de eso”, me dije. El tiempo seguía transcurriendo como cada día, pero yo no. Por un rato pude instalarme en el tiempo, como quien llega a una casa nueva y comienza a recorrerla, a conocerla. Me sentía extraño en una dimensión que, a la vez, nos es tan íntima.
¿Conocemos realmente lo que es el tiempo? ¿Nos hemos detenido a estar en el tiempo? Ciertamente, cuando hablamos de tiempo lo hacemos en sentido de duración. Percibimos el tiempo por la caducidad de la materia. Por ejemplo, el crecimiento de las plantas, los animales y el mismo ser humano. O por la degradación de una casa antigua o el desgaste de una máquina. También nos percatamos del tiempo en los ciclos naturales, como el transcurso del día o el paso de las estaciones. Incluso, desde hace siglos computamos el tiempo por medio de calendarios y relojes de todo tipo.
Pero, ¿de qué nos sirve darnos cuenta de que existe algo a lo que llamamos tiempo, si pensamos que transcurre paralelo a nuestras vidas como si fuera ajeno? El tiempo no es un reloj girando como una sentencia que anuncia: “se acaba el tiempo”. O un factor externo que nos hace envejecer. Estamos “compuestos de tiempo”, por decirlo de alguna manera. Tal como estamos compuestos de agua, gases, moléculas y células de diversa índole. Todo organizado de tal manera que propicia nuestra existencia.
El tiempo es una de las cualidades de la contingencia, es decir, de los límites que nos hacen seres posibles. Debido a que existimos, somos capaces de contener en nosotros el tiempo. Nacemos, crecemos y morimos: el tiempo está inscrito en nosotros. Durante el tiempo que habitamos, estamos siendo. De aquí la importancia de ser conscientes del tiempo, de nuestra dimensión temporal en esta vida. Esto nos facilita “ser” con mejor definición. Afinar nuestra esencia, adquirir templanza.
No podemos detener el tiempo. Sería equivalente a querer detener nuestra propia existencia. Tampoco podemos retroceder en el tiempo o ir más deprisa. Estas acciones podemos realizarlas con una película, no con nuestra vida. En la percepción del tiempo actúan las emociones: cuando estamos disfrutando de algo pareciera que el tiempo avanza más deprisa; cuando estamos sufriendo, los minutos son horas. Me pregunto: ¿podríamos invertir las velocidades, es decir, hacer que los momentos gratos sean más duraderos y los ingratos más breves? Difícil, los seres humanos estamos más acostumbrados a dividir lo que sucede en bueno y malo y muchas veces sentimos que lo malo pesa más o dura más que lo bueno.
Descubrir el tiempo en cada uno de nosotros nos abre los ojos a lo que realmente somos. Experimentemos sentirnos como una fruta que no sufre ninguna interrupción en el proceso de su existencia. Después de la polinización, la flor pierde sus pétalos y deja paso a una pequeña fruta. Aún no tiene su forma ni tamaño definitivos, pero en ella ya está contenida toda la información. La fruta, una vez que comienza a crecer no para de hacerlo. Y llega hasta donde llega: por información genética, por el clima, por la cantidad de agua que haya recibido de la planta, por el lugar de la rama donde le tocó brotar… Llega a su límite de crecimiento y madurez. De un momento a otro el crecimiento da un giro y, en lugar de aumentar de tamaño, la fruta comienza a perder volumen, líquido, consistencia. La cáscara que la contiene se arruga. El color y el olor cambian. La fruta se va concentrando más en sí misma, se prepara para ser fecunda de una manera nueva. Llega un punto en que el lugar que la unía a la rama se quiebra y cae al suelo. Su cáscara es ya muy débil y propensa a romperse, liberando las semillas que lleva dentro.
Desde la eclosión de la flor, hasta que la fruta cayó en tierra depositando ahí sus semillas, el tiempo mantuvo el ritmo en la vida de aquel ser. El tiempo no le vino de fuera para hacerla madurar, sino que fue una cualidad más de su contingencia.
Los seres humanos, al ir avanzando en nuestra existencia, experimentamos el tiempo en los cambios que vamos teniendo. Percibir el tiempo es una capacidad humana. Del nacer no nos hemos percatado, en cambio, de que estamos existiendo y de que moriremos en cualquier momento, sí que podemos ser conscientes. Nuestra condición de temporalidad puede llevarnos a la angustia existencial: ¡todo se acaba, voy a morir yo, van a morir los que conozco, las cosas no duran! Pero también puede llevarnos a la alegría existencial: ¡estoy vivo, por un lapso de tiempo y bajo unas condiciones, pero estoy vivo! Los seres vivos no somos en función del tiempo, no existimos para él. Por el contrario, el tiempo es para los seres vivos, es una cualidad de su existencia.
1 comentario
felicidades por las reflexiones.
La muerte / el tiempo / la caducidad, es un tema que siempre me ha marcado mucho y me ha gustado tu forma de concluir y como transmites la naturalidad de nuestra existencia.
Gracias por compartirlo.