Por Marta Miquel Grau
Colaboradora del Ámbito María Corral
Salamanca, España, julio 2009
Foto: O. Bilbao
Empezaremos por el final. El queso es uno de los productos más emblemáticos de Galicia. Su sabor suave y su textura cremosa lo definen de igual forma que definen el carácter de quienes habitan estas tierras, ciudadanos especialmente acogedores, de trato amable, generosos, con gran sentido del humor, y con una ironía a la que ellos mismos denominan «retranca».
La concha de la vieira, denominada también «pecten jacobeus» es otro elemento característico de esa tierra. En este caso me refiero a un molusco bivalvo, emparentado con las almejas y las ostras, que vive en aguas profundas sobre bancos de arena limpia y firme cerca de la costa. Su simbología está profundamente relacionada con la ruta de peregrinación más significativa de la Europa medieval y uno de los hechos más beneficiosos en la historia de España, el «Camino de Santiago», actualmente reconocido por el Parlamento Europeo como el Primer Itinerario Cultural Europeo, y por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Sobre su relación con el peregrino existen variadas teorías y leyendas. Hay quien dice que la vieira es el atributo que certifica que el caminante ha llegado a la ciudad Compostelana, y representa la mano abierta como signo de «donación» que le acompañará el resto de su vida; hay quien afirma que la concha de vieira pasó a llamarse concha de Santiago porque cuando los peregrinos llegaban a esta ciudad, se les colocaba una sobre su sombrero y su capa demostrando así su estancia en ella.
La flecha amarilla, que une Galicia –Santiago de Compostela– con el resto de España y Europa, lleva al caminante a un encuentro constante de culturas. ¿Qué itinerario hay que seguir en las miles de bifurcaciones que existen en cada uno de los caminos trazados como ruta de peregrinación a la tumba del santo? ¡Siempre la flecha amarilla!
Su simbología es reciente, de los años 80, y fue Elías Valiña Sampedro –uno de los principales impulsores de la recuperación de esta tradición– quien la ideó y la pintó a lo largo de la Ruta más concurrida en la actualidad, el Camino Francés. Al igual que la vieira o el bordón –bastón que sirve de apoyo y acompañamiento durante el camino– la flecha amarilla es uno de los elementos con el que el caminante mantendrá una estrecha relación a lo largo de todo el recorrido.
Si nos detenemos ahora a contemplar la realidad de la mayoría de quienes nos rodean, e incluso la nuestra propia, no cabe duda que estamos subidos en un tren de alta velocidad al cual se le han roto los frenos. La rapidez que hemos alcanzado parece no tener límites, y esto provoca un vértigo desequilibrante y desestabilizador. La economía y la política actuales son un claro ejemplo de este desajuste a gran escala, pero no sólo eso. El aplomo personal al que cualquier individuo le gustaría poder recurrir ante mil y una situaciones complicadas se hace casi inaccesible. ¿Qué es lo que nos está pasando? ¿Hacia dónde debe apuntar esa flecha amarilla frente a tantos cruces y dificultades?
Seguramente, una buena dirección es la recuperación de esos espacios de soledad, de silencio… que los artesanos, los peregrinos o los campesinos pueden vivir de forma cotidiana y que, en cambio, en las grandes ciudades se hacen totalmente escurridizos. Poner freno al sin fin de actividades para contemplar quiénes somos, que queremos y quiénes son los que están a nuestro alrededor, nos puede acercar a ese equilibrio, ese sosiego y esa lucidez tan anhelada.
El camino de Santiago ofrece, por excelencia, un espacio para dejar aflorar nuestro ser. Cada ser humano es un mundo, con cualidades y defectos muy particulares, con vivencias y afectos concretos, y con peculiares realidades personales y familiares, pero todos estamos necesitados de esa flecha amarilla que nos guíe en nuestro ser y estar.
Por otro lado, instalados y dejándonos llevar por lo que nazca en la vivencia de esta soledad y de este silencio será cuando podremos transformar esa concha, que nos habrá acompañado durante todo el camino, en mano abierta de «donación» para enseñar también a otros a poner freno a su tren de alta velocidad personal y gozar peregrinando por estos espacios.
Y, por último, el banquete. Un buen queso, que cocinado artesanalmente y compartido con aquellos con los que convivimos se transformará en el mejor manjar, excusa perfecta para cultivar esa acogida, ese trato amable y esa generosidad que los gallegos nos habrán contagiado durante la ruta.