Por Caterine Galaz
Doctora en Filosofía de la Educación
Barcelona, (España), octubre 2009
Foto: R. Prieto
Hoy por hoy seguramente son muy pocas las personas que no han oído hablar de la gripe A, también llamada “gripe porcina” o “gripe norteamericana”, entre otras denominaciones. Pueden tener mucha o poca información, pero alguna idea tienen sobre el tema y actúan de acuerdo a lo que “se dice” se debe hacer. Y es que una enorme ola de rumores la han acompañado desde la detección de los primeros casos.
Se ha dicho que es “una enfermedad radical y mortal que puede atacar a cualquiera en cualquier momento”, que es “fruto de un complot farmacéutico” o “una estrategia política para desviar la atención de la crisis económica mundial” o “una enfermedad nueva” o que fue “expresamente fabricada con una combinación de material animal” o que es “un experimento para acelerar la venta del Tamiflu, del que las farmacéuticas tendrían un alto stock acumulado” o “que es una conspiración contra ciertos personajes públicos o contra algunos países”, etc. Como estas, en la Red es posible encontrar numerosas versiones sobre la formación, desarrollo e impacto de una gripe que ya existía en 1918.
Los diferentes medios de comunicación, además de Internet como red global de contactos sociales, han permitido la formación de estos rumores.
Que una idea vaga llegue a convertirse en una verdad no comprobada depende de muchos factores sociales, políticos y personales. Los psicólogos sociales, Allport y Postman, estudiaron durante la Segunda Guerra Mundial cómo se forjaban los rumores y bajo qué mecanismos psicológicos y sociales podían funcionar. En su libro “La Psicología del rumor” plantearon que éste corresponde a una creencia que pasa de persona en persona sin una evidencia concreta de que la información sea verídica, aunque así se le considere. En otras palabras, se tiende a pensar que si la gente lo dice, algo de verdad debe tener; o sea, se aplica el viejo adagio: “si el río suena es porque piedras lleva”.
Estos autores descubrieron que para que pueda surgir un rumor hacen falta dos condiciones: que el tema del rumor sea “importante” y que su contenido sea “ambiguo”. Lo expresaron en una suerte de fórmula matemática: R = I + A (Rumor igual a Importancia más Ambigüedad). Es decir, una información puede convertirse en rumor si las personas consideran que trata sobre algo importante para ellas o su entorno, y mientras no exista información fidedigna y específica sobre el tema.
Dejando a un lado las limitaciones de esta teoría –sobre todo porque simplifica los motivos de la conducta de las personas– puede ayudar a comprender por qué sobre ciertos temas sociales actuales se llegan a plantear tantas ideas vagas que son consideradas “verdad”. Así podemos entender por qué surgen rumores sobre la inmigración –cuando existe preocupación por la estabilidad laboral o la pérdida de la identidad cultural–, o sobre una enfermedad –cuando se piensa que es muy grave y que existe riesgo de contagio–, o sobre un cambio político –cuando el clima democrático no es estable; etc.
Un ejemplo clásico de la fuerza de los rumores es la alarma que despertó en Estados Unidos la adaptación radiofónica que Orson Welles hizo en 1938 de la novela “La guerra de los mundos” (de Herbert George Wells, 1898), cuando muchas personas creyeron que efectivamente la Tierra estaba siendo invadida por alienígenas.
Estos imaginarios sociales responden a diversos factores cognitivos y emocionales de las personas: deseos, miedos, ansiedades o para canalizar la violencia hacia ciertos grupos o personas.
Muchas veces, incluso teniendo la información real o después de una serie de desmentidos algunas personas siguen pensando que “algo de verdad debía tener” el rumor, ya que no hay una fórmula exacta para desmantelarlos, aunque sí algunos pasos a seguir: estar informados por medios fidedignos, contrastar las informaciones que nos llegan, cuestionar y ser críticos respecto de las fuentes que nos hablan, ir más allá e intentar ver las condiciones sociales en que los temas captan el interés general, y aclarar y rectificar la información cuando se tengan datos que la contradicen. Es decir, no sólo basta decir “no es cierto” sino justificarlo con datos reales. Quizás un rumor no se pueda frenar del todo, pero se le pueden poner límites y reducir su impacto aportando información contrastada y comprobable.