Por M. Javiera Aguirre
Periodista y doctoranda en filosofía
Barcelona, diciembre 2009
Foto: Crazylucas69
Siempre me han llamado la atención los “listados de”. Cuando se publican los leo con detenimiento aunque también con cierta suspicacia: la persona más rica, las mejores universidades, el país menos corrupto, la persona más poderosa, la empresa más rentable, el país más feliz, etc. La suspicacia me viene porque no siempre me parecen suficientemente claros los conceptos, ideas de mundo o de idoneidad en que se basan estos ránkings. Además me parece artificial y hasta injusto hacer competir, por ejemplo, sobre nivel económico o educacional, a países tan dispares como Bolivia, Dinamarca, España, Francia, Zimbabue o Vietnam. Injusto porque qué capacidad de competencia pueden tener en estos ítems algunos países que luchan por erradicar el analfabetismo o universalizar el acceso al agua potable, con aquellos cuya prioridad es –por ejemplo– el acceso total de su población a Internet de banda ancha. En fin, que no estoy diciendo nada nuevo al respecto.
En las últimas semanas se dieron a conocer varios de estos ránkigns que con frecuencia publican algunas revistas estadounidenses de prestigio. Entre ellos me llamó la atención una medición que, desde hace años y en silencio, realiza un país asiático sobre el nivel de felicidad de sus ciudadanos, ya que una cosa es que una institución defina unos parámetros para dar valor a determinados criterios y luego las aplique a países con realidades disímiles, y otra cosa muy distinta es que dichas definiciones las haga un país respecto de sí mismo.
Según un reportaje publicado en El País Semanal del 29 de noviembre de 2009, en su discurso de coronación en 1974 el rey Jigme Singye Wangchuck se planteó como prioridad para Bután la felicidad de sus ciudadanos. Declaró que para él “La felicidad interior bruta es mucho más importante que el producto interior bruto”. Eso le condujo a desarrollar un método para medir la felicidad y hacer un trayecto que convirtió a Bután en una democracia a través de una Constitución que fue promulgada en el año 2005. La historia de Bután es única, no sólo por su rey y sus prioridades, sino porque las características de este país permitieron que se dieran las cosas de esta manera: un país pequeño, centrado en la agricultura, con el budismo como filosofía y religión, con altos niveles de analfabetismo (que en los últimos años desciende bastante) y ciudadanos felices.
Lo interesante de esta medición es que surgió como prioridad desde el interior, y no como una manera de clasificar o competir con otros países del mundo. El rey Wangchuck creyó que su pueblo no podría producir, económicamente hablando, si no era lo suficientemente feliz, y que esos parámetros de felicidad no iban a estar definidos por una institución extranjera sino por las características de su pueblo y según lo que ellos considerasen más importante.
La propuesta del monarca de Bután se basa en que lo que medimos afecta lo que hacemos, ya que determina las metas que como sociedad nos proponemos, los conceptos que sustentan aquello a lo que le damos valor. Por eso para el rey Wangchuck fue tan importante crear un indicador para medir la felicidad de los ciudadanos de su país; así surgió el índice FIB (Felicidad Interna Bruta).
A partir de aquí me surgen algunas dudas sobre qué importancia le estamos dando y a qué cuando se desarrollan estos ránkings; ¿qué se valora cuándo se elige a la mejor universidad?, ¿qué aspectos se dejan de lado y por qué?, ¿cuál es el concepto de poder que se maneja cuando elegimos a la persona más influyente y poderosa?, ¿qué métodos estamos validando al hacerlo?, ¿por qué nos parece importante ser poderoso e influyente?, ¿qué medios se evalúan?, ¿son legítimos los medios que se ponderan?, ¿queremos que ese sea un valor en nuestras sociedades?… Y así podríamos seguir desglosando cada uno de los listados que se publican. Lamentablemente, con frecuencia nos limitamos a buscar conocidos en el ránking; si de plano no hay posibilidades de que yo personalmente figure, buscaré a mi universidad, a mi país, a mis amigos o a mis conciudadanos; es decir, a cualquier referente del que me sienta parte para saber en qué lugar del ránking estamos.
Hace unos meses el premio Nóbel de economía Joseph E. Stiglitz ratificó lo que hace años se planteó el rey de Bután. El Nóbel comentó la medida del presidente francés, Nicolás Sarkozy, de crear un organismo que mida el desempeño económico asociado al progreso social. Stiglitz dijo que existe una insatisfacción generalizada en la información estadística sobre economía y sociedad, principalmente porque “el gran interrogante implica saber si el PIB ofrece una buena medición de los niveles de vida” (El País, Negocios, 20 de septiembre de 2009).
Puede ser que de la misma manera que resulta injusto comparar económicamente países con realidades y preocupaciones tan diversas, tampoco sea lo más apropiado comparar Bután con países laicos, ricos y altamente industrializados. Pero más que comparar, más bien podríamos reflexionar sobre las motivaciones que tenemos para medir determinados aspectos, la importancia que le asignamos a determinados valores a partir de la realidad de nuestras sociedades. No ser ingenuos a la hora de mirar este tipo de ránkings, agudizar la mirada sobre los intereses y conceptos que hay detrás de estas valoraciones intentando no olvidar que lo que medimos es el reflejo de las metas que nos planteamos.