Por Leticia Soberón
Doctora en Ciencias Sociales
y colaboradora del Ámbito María Corral. Roma, octubre 2010
Foto: A. Escobar
El amor en tiempos de Internet adquiere unos matices que no había tenido en otras épocas, aunque siga siendo el viejo y manido tema que ocupa la mente y el corazón humanos desde los albores del homo sapiens. Amar y ser amados: pero ¿cómo? He ahí el problema. El amor puede llevarnos a las cumbres de la felicidad, pero también convertirse, si se deforma, en algo cercano al infierno. Me refiero aquí al amor en su acepción más amplia y con diversos matices: de pareja, de familia, de amistad. Se trata de ese vínculo invisible e indescriptible que une, acerca, enlaza unas personas con otras en un clima de sinceridad y confianza, y las hace sentir acompañadas y seguras, comprendidas, valoradas. Mantener sanas esas relaciones supone una creciente madurez, pues también puede tornarse exigente, absorbente, dominante.
Cuando la cercanía y la atención del otro/a no bastan y se querría poseerlo todo y sólo para uno mismo, cuando parece que sin el otro uno no puede vivir, o que sin nosotros es incapaz de acertar, surge el deseo de controlarlo y el vínculo se vuelve cadena, la mirada se torna vigilancia obsesiva, la sospecha tiñe de gris cualquier gesto o palabra. Esta dinámica puede agravarse cuando la tecnología de comunicación, tan potente como presente en la vida cotidiana, se vuelve cómplice de la duda, de los celos, la posesión y el dominio, en vez de ser aliada de la confianza y el diálogo abierto. Tecnologías como el teléfono móvil y las redes sociales complementan hoy los modos naturales de nuestra comunicación, prolongan nuestra voz y nuestro oído, deslocalizan y multiplican las plazas y los cafés donde solemos reunirnos y con ello los testigos de nuestras acciones y palabras. Estos nuevos contextos también son foros donde se ejerce este esfuerzo sin fin por lograr ser amados. Los adolescentes usan estos medios de manera incesante aprendiendo a ser amigos, luchando a veces entre sí, intercambiando imágenes y música en un diálogo poliédrico y lleno de emociones, en busca de su propia identidad.
Se dice que estamos en la sociedad del «Gran Hermano», haciendo referencia a la novela de G. Orwell «1984», en la que todos los ciudadanos estaban controlados por un gobierno totalitario a través de cámaras y micrófonos en sus propias viviendas y en la calle. La profecía se ha cumplido en parte; las calles están llenas de cámaras para garantizar nuestra seguridad y las empresas proveedoras de comunicación conservan registros sobre los movimientos, compras y preferencias de sus usuarios para aprovecharlas comercialmente. Pero el asunto se vuelve aún más molesto y doloroso cuando son los seres más cercanos quienes intentan dominar a un individuo de manera presencial y virtual. Hay quien se permite mirar los correos o colarse en el perfil de las redes sociales del otro, hurgar en sus llamadas o en los mensajes breves de su móvil. Quizá se haga con el ánimo de mantener la relación y evitar interferencias, pero el respeto a la privacidad ajena es un signo de confianza, y la amistad y el amor no sobreviven sin este elemento esencial. Este es un mensaje fundamental que hay que transmitir a las nuevas generaciones, muy dotadas para la tecnología, pero tantas veces escasas de inteligencia emocional porque han crecido en ello de manera totalmente selvática y sin orientaciones.
En el caso de los hijos menores, la presencia y cercanía de los padres es insustituible pues estas tecnologías les exponen a amistades y situaciones realmente riesgosas para su salud y su integridad. Pero el espíritu de una vigilante cercanía no ha de ser el de controlar o infantilizar a la persona, sino el de ayudarle a crecer en sabiduría y autonomía, en responsabilidad y conciencia de los riesgos reales que puede correr.
La persistente tentación humana de dominar al otro, garantizándose una compañía hecha a medida de los propios gustos, está destinada al fracaso. Debe ser constantemente superada si se desea alcanzar una auténtica relación de amor y de amistad. El control y el chantaje sólo logran generar en el interlocutor las estrategias de la huída o de la simulación y generan una profunda infelicidad en ambas partes.
Por ello dentro de la familia es más necesario que nunca compartir un clima de mutua confianza que haga crecer la libertad y el auténtico afecto y respeto entre los miembros. Es en este núcleo básico y presencial donde la persona aprende a decir con sinceridad lo que siente, a solucionar conflictos de manera constructiva, a conocerse y a conocer a otros en amorosa libertad. La tecnología, entonces, se integrará más fácilmente como una utilísima y gratificante prolongación de nosotros mismos.