Por Rodrigo Prieto
Doctor en Psicología social
Barcelona, julio 2010
Foto: Susan NYC
Tenemos derecho a la vida, a una familia, a la nacionalidad, a la alimentación, a la educación, al trabajo, a la información, a la vivienda, a… puestos a enumerar derechos podríamos elaborar una larga lista de aquellas prerrogativas que merecemos por el mero hecho de existir y que fácilmente recordamos, así como otras tantas por nuestra pertenencia a determinados colectivos, o por los roles que desempeñamos en una determinada comunidad, pero ¿cuáles son nuestros deberes?
En las sociedades actuales parece que hablar sobre los deberes estuviese prohibido u oculto, pues para muchas personas son sinónimo de “obligación”, “imposición”, “compromiso”… en cualquier caso, de algo que no se hace libremente sino porque “toca”.
Siguiendo con nuestra serie sobre civismo, en este artículo plantearemos la necesidad de conjugar equilibradamente los derechos y los deberes como requisito básico para una buena convivencia en cualquier entorno social.
Cuando en 1789 la Asamblea Constituyente francesa redactó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, marcó el fin de la monarquía absoluta e inauguró una nueva época en la historia de la humanidad, la de los derechos de las personas. Hoy, más de dos siglos después, estos derechos constituyen un potente paradigma que atraviesa por completo nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y de relacionarnos con los demás. Esto se traduce en que en la actualidad tenemos una enorme facilidad para identificar y defender nuestros derechos, pero una incapacidad de las mismas dimensiones para reconocer y respetar nuestros deberes con los demás y con la sociedad a la que pertenecemos.
El filósofo José Antonio Marina afirma que esto se debe a la permisividad que caracteriza a las sociedades actuales: «Vivimos en una sociedad permisiva, después de haber vivido durante gran parte del siglo XX en una sociedad autoritaria o dictatorial. (…) la sociedad permisiva se funda en la libertad y en los derechos, mientras que la sociedad autoritaria se funda en la obediencia y los deberes. (…) Para unos, los buenos están de una parte (libertad y derechos); para otros, están de la parte contraria (obediencia y deberes).» (La Vanguardia, 6 y 13 de junio de 2009).
Llevado al ámbito de la convivencia social, es fácil encontrar múltiples ejemplos de cómo, en diferentes situaciones somos muy sensibles cuando alguien atenta contra nuestro derecho a la libertad de acción, de decisión, de expresión, de diversión, y un extenso etcétera, pero no somos capaces de darnos cuenta cuando atentamos contra esos mismos derechos de las personas que nos rodean o nos molestamos cuando nos reprochan haber atentado contra ellos. En nuestra balanza de valores sin duda pesan mucho más nuestros derechos que los de los demás.
Para convivir armónicamente es necesario equilibrar la balanza. A nivel social, en diferentes contextos este equilibrio es forzado a través de diferentes normativas “cívicas” que establecen lo que se puede o no se puede hacer en el espacio público, a la vez que definen sanciones ante el incumplimiento de dichas normas. Un ejemplo de ello es la Ordenanza de Civismo que dictó el Ayuntamiento de Barcelona en el año 2006 y que ha generado múltiples críticas por su afán de controlar diversas prácticas consideradas inocuas por una parte de la ciudadanía. (http://w3.bcn.es/V04/Serveis/Ordenances/Controladors/V04CercaOrdenances_Ctl/0,3118,200713899_200726005_1_97367434,00.html?accio=fitxa).
En las relaciones sociales más próximas las faltas de respeto a los derechos de las personas se dirimen en gran parte a través de discusiones, debates y conversaciones que tienen más o menos éxito y donde se ponen en juego las relaciones de poder, las habilidades comunicativas (asertividad) y la capacidad de empatía de las personas implicadas. Al igual que en lo social, muchas veces ese equilibrio es forzado a través de diferentes mecanismos como el insulto, la manipulación, el chantaje emocional, la amenaza e incluso las agresiones psicológicas o físicas.
En los dos casos anteriores el respeto de los derechos de los demás es impuesto. El reto sería llegar a incorporar la necesidad de ese respeto como un deber moral basado en el reconocimiento de la dignidad y la igualdad de derechos de todas las personas. En relación al “deber” Kant (1785) sostenía que «es la necesidad de una acción por respeto a la ley», en este caso una ley moral, es decir una creencia profunda en el valor positivo de la igualdad de derechos.
En un esfuerzo por promover la conciencia del deber, la IX Conferencia Internacional Americana (celebrada en Colombia en 1948, el mismo año en que la ONU dictó la Declaración Universal de los Derechos Humanos) elaboró la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (http://www.cidh.org/Basicos/Basicos1.htm). El documento se refiere a diversos temas que aún hoy tienen total vigencia, como por ejemplo una buena convivencia social, el cuidado de los menores y de las personas mayores, la participación, la educación, etc.
En la misma línea, 50 años más tarde, la ONU proclamó en 1998 la Declaración de Responsabilidades y Deberes Humanos en que «propone sistemática y exhaustivamente los deberes y responsabilidades colectivos e individuales que resulten necesarios para la implementación efectiva y universal de los Derechos Humanos» (http://es.wikipedia.org/wiki/Declaración_de_Responsabilidades_y_Deberes_Humanos)
Así en sus 41 artículos el documento describe los deberes que todos tenemos en relación con el respeto a la vida, la participación, el resguardo de las libertades, la igualdad, la protección de las minorías, entre otros muchos aspectos.
Reflexionar sobre los diferentes postulados de estas declaraciones puede ser una buena manera de comenzar a ejercitar la conciencia del deber, pues sin duda nos aportarán interesantes enfoques sobre las diferentes dimensiones de nuestra vida y la actitud que corresponde tener en cada una de ellas; así, poco a poco aprenderemos a saborear y comprender que nuestro principal deber es el de respetar los derechos de los demás, con la misma fuerza y empeño con que defendemos los nuestros.