Por Rodrigo Prieto
Doctor en Psicología Social
Barcelona, mayo 2010
Foto: Oshkar
El adagio que titula este artículo es la expresión popular de la creencia en que “cuando convivimos, pese a las diferencias o dificultades que podamos tener, de todos modos acabaremos queriéndonos”. Si bien esta sentencia se refiere a las relaciones familiares o de pareja, también podría aplicarse a las relaciones sociales, entre vecinos, barrios o grupos humanos que conviven en un mismo territorio.
Para facilitar esta convivencia en las ciudades, desde hace unos años algunos teóricos y políticos han recuperado el concepto de “civismo”, entendido como el valor y la práctica de todos los ciudadanos de vivir en armonía y respetándose mutuamente.
Convencidos de que la práctica de este valor es una pieza clave para construir sociedades más humanas y en paz, desde el Ámbito María Corral, con este artículo iniciamos una serie de artículos sobre civismo, que iremos publicando durante todo el año 2010 en nuestra página web, para abordar las diferentes dimensiones de este valor, tanto filosóficas como prácticas.
Como punto de partida cabe que señalar que la palabra “civismo”, proviene del latín “civis” que significa “ciudadano” o “ciudad” y que está estrechamente relacionada con los conceptos griegos “polis”, “ciudad” y “demos”, “pueblo”.
En ambos casos de la antigüedad clásica, la “ciudadanía” era entendida como el derecho a opinar y participar en los asuntos públicos, es decir, en el gobierno de las ciudades; sin embargo se trataba de un derecho reservado únicamente a los “hombres libres”, en el sentido literal del término: hombres (no mujeres) libres (no esclavos), con lo cual se reducía considerablemente el número de personas que efectivamente podían participar, ya que “(…) los demás tenían que ocuparse en labores demasiado viles para poder dedicarse a cultivar el entendimiento y discutir sobre los asuntos públicos.” (Camps, 2005, p.16).
Actualmente existen diferentes maneras de definir la “ciudadanía”, por ejemplo en función de los derechos civiles que se reconocen o bien, de los deberes que se les exigen a los habitantes de un determinado territorio. El hecho de que ambas dimensiones no siempre vayan unidas es un factor de tensión entre las diversas versiones. Sin embargo, los discursos actuales sobre civismo parten de una noción de ciudadanía que considera como ciudadanos a “todos los habitantes de la ciudad”, independientemente de su procedencia, del tiempo que lleven viviendo en la misma y de su situación legal de permanencia. Se apela por tanto a su condición de “vecinos” o de “habitantes” de un espacio común, en el cual el roce es inevitable, por tanto conviene gestionarlo.
En los artículos que iremos desarrollando a partir de ahora y en lo sucesivo, recogemos esta última definición, ya que favorece un abordaje inclusivo y no discriminador del tema, y que al mismo tiempo expresa nuestro homólogo deseo de inclusión positiva de las diferencias en la convivencia cotidiana de todas las personas.
Se sabe que la convivencia no es fácil, pues, para que pueda ser agradable, obliga a conocerse, a escuchar, a dialogar, a construir acuerdos (¡y respetarlos!), a transar, a poner límites, a aprender a gestionar los desacuerdos, entre otras muchas exigencias. Si en las relaciones familiares, filiales o de pareja, en las que las personas que conviven se tienen afecto, estas exigencias pueden suponer un enorme esfuerzo, cuánto más implicarán en las relaciones sociales, en las que muchas veces lo único que nos une es el hecho de habitar un mismo barrio o ciudad.
Sin embargo, recogiendo el trasfondo positivo o incluso optimista del adagio con que comenzamos este texto, queremos abordar esta serie de artículos desde el convencimiento en que el propio contacto cotidiano, pese a las dificultades que pueda suponer, contribuye al mutuo conocimiento, la proximidad, la tolerancia y quizá no el cariño, pero sí una aceptación pacífica y respetuosa, que reconoce la dignidad del otro como persona, y por tanto, sus derechos y deberes.
Sólo desde estos fundamentos podremos asumir el reto de aprender a convivir pacíficamente y en armonía, demostrando así que aquello de que los seres humanos somos “por esencia” sociales, no es una condena, sino una enorme riqueza que debemos y queremos aprovechar.