Por Diego López-Luján
Colaborador del Ámbito María Corral
Cádiz, España, enero 2010
Foto: S. Hayes
Muchas familias tienen por «costumbre» poner a los bebés los llamados zapatitos. Pese a que el pequeño o la pequeña intente quitárselos cada vez que nota aprisionados sus pies, sus padres, tantas veces él se los saca, tantas otras se los colocan, hasta que el o la bebé acepta que «eso va ahí».
Desde pequeñitos nos calzan bajo capa de higiene y sin darnos cuenta nos separan de la naturaleza y del mundo cuando desarrollamos la capacidad de caminar. Se nos impide tocar y acariciar la tierra con nuestros pies al andar. Como consecuencia, se nos atrofian e hipersensibilizan los pies de manera que prácticamente se nos hace imposible caminar descalzos. Algunos autores dicen que esa atrofia sería similar a la que imposibilita vivir en la libertad a aquellas personas que han vivido siempre bajo regímenes paternalistas y totalitarios, puesto que no saben vivir en libertad cuando la obtienen. También, bajo pretexto de confort, nos han atenazado con «los zapatitos de punto» y luego, con todos aquellos que les han seguido, para la casa o para la calle, para el deporte o la playa, etc. Estos han sido como grilletes, cada vez más duros y rígidos que nos han ido metiendo en las coordenadas de un sistema, que alguien ha supuesto que siempre debe ser así.
Pero, la descalcez es la manera normal de estar, miremos al resto de mamíferos. Ciertamente, la racionalidad y algunas otras cosas nos separan de éstos; por tal razón, al igual que el vestido, los zapatos serán necesarios para andar por lugares que supongan una verdadera agresión para nuestros pies o nuestra persona. Incluso, esta envoltura de los pies, en ciertos momentos, por la inclemencia del tiempo será necesario que abrigue y sea impermeable. En ningún momento queremos ir aquí en contra de aquellas personas que se dedican a confeccionar el calzado, por el contrario alabamos su creatividad, su invención, su arte y su buen hacer. Lo que queremos señalar, más bien, es que el calzado debe estar siempre al servicio de los seres humanos y no debe ser un instrumento que lo esclavice bajo pretexto de salud, confort o moda. Siempre que se pueda debemos tratar de estar descalzos, como un retorno a lo natural y normal, y gozar de esa sensación de libertad que nos dan los pies desnudos –sobre todo cuando éstos están cansados. Y si se debe utilizar un «zapato», que sea la mínima expresión precisa de él y la necesaria: una sandalia mejor que un zapato, etc.
En la historia pretérita y reciente encontramos acontecimientos que han tenido relación con la descalcez. Uno de los más reseñables es de carácter religioso, el de la reforma carmelitana: la «reforma de los descalzos», de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la cruz, etc. Este hecho no fue meramente una cuestión de mayor pobreza (ahorrarse los zapatos) sino que era un grito preñado de muchas otras cuestiones, intuiciones, e intenciones. De fondo había una liberación, una conquista de libertad, una valoración del cuerpo, un acariciar el mundo, una humildad que es la verdad —como señalaba Santa Teresa—, etc. Esta reforma en la orden carmelitana basada en la descalcez propició la intervención de la llamada Santa Inquisición y algunos de ellos incluso llegaron a sufrir persecución y prisión. ¿Qué simbolizaba ese signo de descalcez para ellos? Ojalá algún día se pueda desvelar con mayor profundidad el significado de la descalcez en las personas que la promovieron, máxime cuando dicho gesto conllevó una revolución en la vida de esa institución eclesial y de la propia Iglesia.
La costumbre de ir siempre calzados favorece que la persona adquiera una falsa seguridad que, llevada al extremo, puede implicar desprecio hacia los demás e incluso desembocar en soberbia, entre otras actitudes de las que seguramente los psicólogos nos podrían hablar ampliamente. Mientras que caminar descalzos nos hace tomar conciencia de que hay que ir con cuidado donde se pisa y, por ende, podríamos decir a tratar con más tacto a las cosas y personas que nos rodean. Así, al caminar descalzos —aunque nos calcemos cuando convenga— nos da un realismo, y por consiguiente una humildad, lo cual nos lleva también a una prudencia y un saber tratar con delicadeza todo aquello que existe.