Por Caterine Galaz
Doctora en Filosofía de la Educación
Barcelona, España, febrero 2010
Foto: Sunchild
Si miramos las imágenes que aparecen en televisión, revistas, periódicos, cines o Internet ya sea de mujeres, hombres, familias, personajes “buenos” y “malos”, personas ricas y pobres, exitosas o no, entre otras miles de posibilidades, veremos que la mayoría de las veces estos íconos son personas de ensueño, “perfectas” de acuerdo al canon generalista de la sociedad occidental.
Y es que en general no nos damos cuenta de como construimos nuestros “ideales”, muchas de las veces, basados en prejuicios y estereotipos. De esta manera, nos podemos ubicar y calificar a nosotros mismos dentro de alguna categoría que consideremos “aceptable” y, por cierto, también a los demás.
Pero, ¿qué son los prejuicios? Como su nombre lo indica, son las ideas que nos hacemos sobre algo o alguien antes de conocerle. Pese a su connotación negativa, forman parte del proceso que las personas utilizan para catalogar la realidad. Siempre tenemos ideas preconcebidas, y muchas veces son necesarias para simplificar la realidad porque la cantidad de información que recibimos a diario es tanta, que requerimos de estas categorías para comprenderla.
Todos necesitamos tener más o menos ordenado nuestro mundo. El problema es cuando esos prejuicios tienen una valoración negativa y provocan actitudes de rechazo o exclusión de personas o grupos determinados.
Además, cuando los prejuicios se estancan y son reforzados socialmente se transforman en “estereotipos”. Éstos son discursos simplificadores –por tanto muy fáciles de aprender- y generalizaciones que reducen la cantidad de información respecto de un grupo concreto.
Existen numerosos estereotipos respecto de diferentes grupos, nacionalidades, rasgos físicos, sexo, etc. Es cuando pensamos y creemos cosas como: “los brasileños bailan todo el día”, “los africanos son pobres”, “las mujeres no saben conducir un coche”, “los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez”, “los funcionarios trabajan poco”, “los homosexuales son más sensibles”, “las personas discapacitadas no rinden”, etc. Todos estos son ejemplos de generalizaciones o de ideas estándares que se transmiten y terminan calando en el imaginario de cada uno, lo que termina afectándonos a la hora de relacionarnos con quienes responden a la categoría en cuestión.
Lo peligroso está en que, una vez adquirido un estereotipo, resulta muy difícil cambiarlo o eliminarlo, aún teniendo información y experiencias que lo contradigan. Es decir que aunque tengamos datos que indiquen que “esta persona no cumple el estereotipo”, en vez de modificarlo o desmontarlo tendemos a pensar que se trata de una “excepción”.
Por eso son tan complicados los estereotipos y prejuicios porque son difíciles de cambiar y requieren de un trabajo personal (cognitivo y emocional), social y cívico importante para desmontarlos.
Pecamos de exagerados
Por otra parte, los estereotipos pueden adquirirse aunque no tengamos una experiencia directa con algún miembro del grupo al que se refieren. En otras palabras, podemos tener una opinión de un grupo sin conocer a nadie que pertenezca a él. Por ejemplo, aunque no conozcamos a nadie musulmán y no hayamos visitado ningún país donde se practique ese credo, podemos hacernos una idea sobre el colectivo de “los musulmanes” a partir de los mensajes que recibimos a través de los medios de comunicación o de las experiencias de otras personas o de rumores que nos llegan por diferentes vías. Por supuesto, dicha opinión será –sin duda– una generalización.
Los estereotipos se basan en la exageración de determinadas características –positivas o negativas– de un grupo y la atribución de las mismas a todos los integrantes de ese grupo, es decir, una generalización. Pero ¿todas las mujeres son iguales?, ¿todas las personas de procedencia africana son iguales?, ¿todos los jóvenes son iguales?, ¿conocemos a todos los miembros de un grupo determinado? Ciertamente es imposible responder con certeza cualquiera de estas cuestiones.
Los “estereotipos” eliminan la posibilidad de cambio de cada persona y tampoco consideran la heterogeneidad cultural. Todo grupo social es en sí mismo diverso: si dentro de una misma familia pueden existir valores y comportamientos diferentes, cuánto más entre colectivos que implican a miles de personas.
Cuando aplicamos una etiqueta generalista a las personas cometemos varios errores: exageramos un número limitado de características sin considerar otros rasgos de la persona; suponemos o inventamos otras ideas sobre ese grupo que aparecen como razonables porque se asocian a algunas características observables; minimizamos cualquier característica positiva de la persona; se asocian ciertas características a un grupo como si otros colectivos no las compartieran; y el grupo mayoritario aparece valorizado como un grupo más positivo (“nosotros somos mejores”, “nosotros somos más civilizados”).
El premio Nobel Amartya Sen dice que las “atribuciones vehementes pueden incorporar dos distorsiones distintas aunque interrelacionadas: una descripción errónea de las personas que pertenecen a un grupo dado y la obstinación en que las características descritas erróneamente son los únicos rasgos relevantes de la identidad de las personas”.
Pero esto puede cambiar. Podemos dejar de utilizar estas etiquetas. La historiadora Mary Nash señala que las representaciones culturales que se transmiten no son fijas, sino dinámicas, históricas y mutables, por tanto, podemos cambiarlas y re-elaborarlas.
Se trata de darle la vuelta a las etiquetas que nos ciegan: en vez de entender las identidades como cerradas y estáticas, más vale tener en cuenta las múltiples posibilidades de combinación que tienen las personas de maneras de ser y de actuar ante diferentes situaciones. De este modo evitaremos estancarnos en ideas universalistas sobre las personas y los grupos humanos, que no son más que burdas simplificaciones de la realidad.