Por Javier Bustamante Enriquez
Psicólogo Social
Badalona, julio 2010
Foto: S. García
La noticia de un familiar o un amigo gravemente enfermo muchas veces despierta infinidad de sentimientos y recuerdos de momentos compartidos. Es, quizás, una actualización de la relación. Un traer a la memoria todo aquello que nos une a ese ser querido. Un rebobinar la historia hasta llegar al momento presente.
Es, entonces, cuando valoramos la importancia que tiene esa persona para nosotros: cuando deja de estar en todo su potencial o cuando existe la posibilidad de que deje de existir. Los seres humanos somos proclives a vivir la inmediatez de las cosas, este es uno de nuestros límites más naturales. De hecho, necesitamos mediaciones para ser conscientes de que vivimos más allá del instante presente. Meditar, es precisamente reflexionar, dar vueltas entorno a algo, una idea, un sentimiento, una cuestión. Meditar es, entonces, encontrar las mediaciones que nos unen con una realidad concreta: eso que se encuentra en medio de nosotros.
Determinados acontecimientos de la vida nos sirven de mediación, es decir, establecen vínculos. Acontecimientos a simple vista muy nimios, como una frase, el brillo del sol sobre un objeto, un sonido nuevo o familiar, un pequeño dolor o el sabor de algo que nos gusta. O acontecimientos más trascendentales, como el nacimiento, la muerte, la enfermedad, conocer a una persona nueva o descubrir algo diferente en una persona conocida.
Nuestros sentidos también son mediadores entre nuestra persona, en su totalidad, y la realidad que nos acontece. Incluso, nuestros pensamientos y sentimientos también median, creando una red de relaciones interna sobre la que se sustenta nuestra vida cotidiana. Pero, sucede que este mecanismo es tan tenue, tan sublime, que pasa muchas veces inadvertido. Es, entonces, cuando sucede algo que rompe la cotidianidad, que los medios que nos unen a la realidad se hacen evidentes.
La fragilidad de una persona a la que quiero pone en evidencia mi propia fragilidad. Y esto nos une más fuertemente que, incluso, los lazos consanguíneos. Este sentimiento a flor de piel se convierte en un medio para acercarme a la otra persona y, por ende, a mí mismo. La sensación de vacío que en ocasiones puede haber entre uno mismo y la realidad que nos envuelve, no es sino la llamada a descubrir los puentes que nos conectan con el universo.
Vivir los acontecimientos, las relaciones, las cosas desde la inmediatez, es como anular o pisar aquello que nos une al entorno. El “espacio vital” que necesitamos para relacionarnos con lo que nos rodea, nos ayuda a contemplarlo y apreciar sus dimensiones. En esta misma línea, también necesitamos un “tiempo vital” para comprender y contemplar nuestra existencia y la de los demás.
El tiempo y el espacio vital de cada persona son diferentes. Respetarlos nos permite circular por la realidad de manera singular y gratificante. Nos ayuda también a percibir que siempre hay algo mediando las relaciones que hay que cuidar y mantener: sentimientos, ideas, historias, proyectos comunes… Esas sacudidas que recibimos a lo largo de la vida que nos recuerdan que nuestra realidad es más que yo mismo, nos ayudan a habitar el tiempo y el espacio vital propio. En él se desarrolla todo aquello que para nosotros tiene valor y sirve de medio para decirnos que estamos existiendo.