Por Jordi Cussó Porredón
Economista
Barcelona, noviembre 2011
Foto: CICR en español
El sociólogo catalán Dr. Salvador Giner afirma que una sociedad se empobrece cuando le falta la capacidad social de hacer las cosas sin pedir nada a cambio. La persona sólo se puede realizar como adulto responsable y consciente en la dimensión comunitaria, cuando «habita» en el altruismo, en la generosidad, en la solidaridad humana.
Los franceses entienden la persona voluntaria como aquella que ama bien y que quiere el bien, para todo y todos los que están cerca de él. Querer el bien del otro, no mi bien, repiten, es decir: hago el esfuerzo de ponerme en el lugar del otro, del que tengo ante mí, para desvelar las posibilidades reales de aquella persona. En este artículo querría descubrir qué es lo que nos mueve, a los seres humanos, a querer el bien del otro, qué hace que me aboque y me ponga al servicio de otras personas.
El voluntariado se empieza a vivir en la amistad, es decir, en la instancia primera del amor, la familia y el entorno más cercano de los amigos. El amor al amigo, a la persona querida, me hace voluntario, me hace ser benevolente. Nadie me preguntará si con mi esposo, hermano, hermana, hijo o padres, hago de voluntario; todo el mundo entenderá que simplemente les quiero. Pero, mirado desde una perspectiva más amplia, descubro que soy voluntario porque me entrego a ellos sin esperar nada a cambio, simplemente por su crecimiento personal. Después, cuando este voluntariado se hace social, es decir, sale del ámbito de la intimidad y se ejerce con todos, deviene solidario. Si es con los más cercanos, a nuestra acción la denominamos amistad, cuando la ejercemos con aquellas personas que forman parte de la relación más periférica de la persona hasta llegar al desconocido, la denominamos solidaridad.
Debemos detenernos, abrir los sentidos y mirar sin prisas la realidad para constatar una evidencia, no siempre fácil de ver o reconocer: que todo es don, todo nos ha sido dado, que no hemos hecho nada para alcanzar lo que somos, todo nos ha sido regalado.
Nadie ha hecho nada por existir, y sin esta base no habría podido hacer nada: ni ser hijo, ni hermano, ni amigo, ni estudiar o ser conferenciante, comercial, padre, madre; nada de nada. Existir es el verbo principal, el que permite conjugar otros verbos; reír, llorar, amar, trabajar… ¿Y qué hemos hecho para existir? Nada, nos ha sido dado, sin ni siquiera pedirlo. El fundamento más básico donde se apoya lo que soy y lo que vivo, descubro que es don, pura gratuidad.
Soy gracias a los demás, sin los demás yo no puedo ser nada, ni existiría, ni tendría los conocimientos, habilidades o recursos de los que dispongo. Si cuando era pequeño me hubiesen dejado solo, me habría muerto. Reconozco que todo es acción generosa de otros respecto a mí: padres, hermanos, abuelos, maestros, amigos, incluso enemigos. Sin los demás no me puedo entender, no soy un ser aislado, que funciona independientemente de los demás. El individualismo que nos venden como un hecho positivo es una gran mentira. Nos invitan a ser uno mismo, como si fuera posible ser alguna cosa sin los demás, como si pudiera vivir sin deber nada a nadie, como si todo fuera sólo fruto de mi esfuerzo y trabajo. La tan predicada «autonomía personal», siendo cierta en un sentido, si la entendemos desde una vertiente puramente individual, nos puede llevar a confundir y falsear la realidad. La palabra ‘yo’ siempre incluye muchos «otros», y sin estos «otros» no hay un yo.
Por otra parte, veo que soy un ser vulnerable, frágil, lleno de necesidades. Y no pasa nada por reconocerme así, porque ésta es mi posibilidad de ser en este mundo. Somos así, necesitados de los demás y de muchas cosas –aire, agua, sol, alimentos, etc.–, para podernos desarrollar en un espacio y tiempo determinados.
¿Qué pasaría si un día nadie necesitara ayuda? Que llegaríamos a ser una sociedad muerta, porque la sociedad la forman hombres y mujeres que necesitan a los demás, hombres y mujeres necesitados por su fragilidad. Ojala que las necesidades no sean dramáticas, porque la sociedad es capaz de cubrir los aspectos más básicos, pero siempre habrá alguien que pida una migaja de amor, de compañía, y siempre habrá alguien capaz de dárselo, pero no de una manera impuesta, sino gozosa y gratuita.
Por lo tanto, es básico que nos conozcamos, que aceptemos con alegría que estamos necesitados y que casi todo lo hemos recibido de los demás. Que la base que nos permite hacer y vivir tantas cosas nos ha sido dada, regalada, ya que nadie ha pedido existir, ni ha hecho nada para poder existir. Ignorar u olvidar una cosa tan básica nos vuelve ingratos; darse cuenta de ello y recordarlo a menudo nos hace ser agradecidos. Y mostramos nuestro agradecimiento con la acción de darnos a los demás. El voluntariado es la respuesta natural de aquel que ha recibido mucho.
La gratitud es un fruto natural de reconocer las cosas como son y, al mismo tiempo, este reconocimiento me hace perder conciencia de mis deberes. La gratuidad deviene una llamada, una interpelación a mi ser y he de saber responder, porque he recibido tanto que no puedo permanecer encerrado en mí mismo. La persona voluntaria es aquella que disfrutando de la existencia hace donación de lo que es; desde la gratuidad decide entregarse a los demás, vivir para los demás. Soy, y he recibido tanto, que respondo a tanta generosidad siendo para los demás. Soy voluntario como respuesta a todo lo que he recibido; el voluntariado es el resultado de la gratuidad, es la respuesta activa del agradecimiento.
Lo contrario de vivir con esta conciencia es instalarse en la frivolidad, es decir, considerar mi propia existencia y la de los demás, las cosas, la vida, las personas, los acontecimientos vacíos de significación. La frivolidad genera un descontento existencial que se manifiesta en la indiferencia y en una actitud falsamente asqueada por vivir con todo lo que me rodea. La frivolidad nos lleva a hacer un chantaje social, porque, en el fondo, la frivolidad nos hace menospreciar lo que somos, y lo que busca es no tener que agradecer nada a nadie, y menos aún agradecer que me hayan dado la existencia o tener que dar nada a los demás, ni que sea un poco de mi tiempo.
Por lo tanto, si me doy cuenta que soy el resultado del amor benevolente de otros hacia mí, soy un voluntario en potencia, no puedo hacer otra cosa que vivir dándome a los demás. Lo tengo que hacer con todo el mundo, porque no puedo hacer otra cosa que lo que soy. Experimento la plenitud de lo que soy y de lo que vivo cuando comparto con los demás. Vivo creyendo en la capacidad de entender y sentir a los demás como amigos incondicionales, y que estoy a su servicio, por encima de criterios, intenciones partidistas, consanguíneas o nacionales. Las razones para entregarme van más allá de todas las razones, llegan a todo lo que existe, porque, por el sólo hecho de existir, todo el mundo es digno de que aboquemos los esfuerzos para ayudar a desarrollar lo que realmente es. Sólo por el hecho de ser, de existir, me entrego a llenar sus necesidades, y no pongo ninguna otra condición que la del hecho de existir, porque ésta es la más básica y, si cumplimos ésta, las cumpliremos todas.
El voluntariado social no se puede imponer, es una forma de ser. Nos podrán imponer durante un tiempo hacer de voluntarios, pero nunca serlo; eso es un descubrimiento personal a partir del testimonio y el amor de todo y de todos los que me rodean. Nace de ser acogido y amado, y del agradecimiento que se transforma en actuación, que se encarna en la vida de cada día. El voluntariado, por definición, es pura gratuidad. Después, con la práctica, será hábito y virtud. Es vivir siempre abierto a los demás, abriendo todos los sentidos para vivir con intensidad lo que soy. El voluntario tiene que profundizar hasta en las raíces más hondas de uno mismo. Él es el fruto social que se deriva de la sabia absorbida de la existencia del ser humano.