Por Marta Miquel Grau
Colaboradora del Ámbito María Corral
Santiago de Compostela, junio 2011
Foto: BatiChano
¿Ustedes han probado alguna vez un «morir soñando»? Los dominicanos y las dominicanas seguro que sí, ya que con este nombre es conocido uno de los batidos más exquisitos y típicos de esas tierras caribeñas. Una bebida que combina la acritud de la naranja con la dulzura de las cañas de azúcar, y a lo que se le añade leche evaporada, agua, hielo, y un chin de vainilla. Todo esto, mezclado por supuesto a ritmo de merengue. Pero quizás a este «morir soñando» también le podríamos dar otro sabor si lo cocinamos con otros ingredientes.
Hace unos días escuchaba una conferencia en la que la ponente hablaba sobre el miedo, sobre los miedos que a veces el ser humano lleva consigo y que a menudo le impiden crecer de forma integral y desenvolverse airosamente en el medio social. Uno de los que ella nombraba era precisamente el miedo a soñar, que –decía– está muy condicionado por la posibilidad de fracaso y por el juicio ajeno.
Hay quienes por forma de ser, educación, e incluso circunstancias vividas echan rápido su imaginación al vuelo y en cuestión de segundos auguran nuevos proyectos y realidades. Otros, en cambio, les cuesta atreverse a pensar en cosas nuevas o diferentes o creen que sólo es posible aquello que vivimos en el momento presente. Tenga uno u otro carácter, el ser humano alberga la capacidad de soñar de forma realista, y desarrollarla es todo un reto que vale la pena realizar.
En catalán existe un calificativo –somiatruites– que da nombre a las personas que viven en las nubes, que se pasan el día soñando en cosas imposibles y construyendo castillos en el aire. Esta acción que impide tener los pies en el suelo quizá también la podríamos llamar como el dulce batido dominicano: «morir soñando». Cuando uno dedica horas y horas a crear ilusiones inalcanzables, su vida se desvanece, se evapora, se esfuma dejando morir la posibilidad de que nazcan otras realidades con verdadero fundamento. Claro que el tiempo dedicado a ello suele ser dulce y agradable, pero el sabor final al aterrizar de nuevo a la realidad es más bien agrio y puede producir acidez.
En cambio, ¿qué pasa cuando soñamos viviendo? Vivir con profundidad implica conocer y reconocer cual es nuestra realidad personal, cuales son nuestras capacidades y límites, cuales nuestros miedos, y cual es nuestro origen familiar y cultural; implica también conocer cómo evoluciona la realidad social en la que estamos inmersos, y evolucionar con ella siendo críticamente constructivos para vislumbrar cual puede ser nuestro futuro. Por lo tanto, soñar desde este vivir a fondo nuestra existencia es hacerlo anclados en la realidad de lo que verdaderamente somos y podemos llegar a ser.
Entonces, ¿qué debe ser mejor, «morir soñando» o soñar viviendo? Está claro, ¡y creo que no hay mejor combinación! Soñar viviendo pero con un «morir soñando», y si no que se lo pregunten a un dominicano.