Por Gemma Manau Munsó
Colaboradora del Ámbito María Corral
Portugal, diciembre 2011
Foto: Santiagoabraza
Una tarde de septiembre me encontré en una plaza de mi ciudad con un grupo de jóvenes de una asociación de juventud que, para celebrar el día mundial de la paz, habían salido a la calle y ofrecían «abrazos por la paz gratuitos». Después de que me ofrecieran unos cuantos abrazos me quedé un rato observándoles.
Primero me llamó la atención el eslogan que habían escogido y que habían colgado en una pancarta: «abrazos por la paz gratuitos».
Nada más verlo me sorprendió y la primera idea que me vino a la cabeza es si realmente había abrazos, al menos abrazos sinceros, que se pudieran comprar. ¡Y aún más si se deseaba que fueran por la paz! El hecho de que hubieran querido remarcar que eran gratuitos me parecía realmente contrapuesto a la idea de compra. Me parecía un eslogan un poco redundante, teniendo en cuenta que el afecto sincero, el amor no se puede comprar, no es mercancía que se encuentre en ninguna especie de mercado. El amor sólo lo podemos ofrecer gratuitamente desde nuestra libertad. Ésta es la única posibilidad de que cualquier gesto de afecto, por pequeño que sea, sea auténtico y real, y manifieste lo que sentimos.
¡Está claro que un abrazo de un desconocido no será una muestra de profundo amor! Porque el amor se va construyendo con el tiempo, con avances y retrocesos, con aciertos y desaciertos y, por encima de todo, con una apertura y una aceptación del otro tal como es.
Pero volviendo a la iniciativa de los jóvenes de la asociación, algunos de ellos se aproximaban a las personas con verdadero entusiasmo, otros lo hacían con más timidez. Al mismo tiempo, también me hizo pensar la reacción de los peatones, que se sentían sorprendido por el ánimo de los jóvenes.
Algunos de ellos, con una sonrisa divertida, acogían el gesto de amistad, pero otros, un poco más desconfiados, lo rechazaban, dejando al aire el intento de un abrazo fraterno.
¡La escena no dejaba de sugerirme reflexiones! Y en seguida me hizo pensar en el punto III de la Carta de la Paz, dirigida a la ONU: «Eliminados estos resentimientos absurdos, ¿por qué no ser amigos y así, poder trabajar juntos para construir globalmente un mundo más solidario y más gratificante para nuestros hijos y para nosotros mismos?»
¿Por qué no ser amigos y acoger un abrazo fraterno aunque sea de un desconocido? ¿Qué motivo puedo tener para no abrirme a una nueva amistad? ¿Qué les movía a no aceptar este gesto? Quizás sólo era la prisa, o la necesidad de llegar al lugar donde íbamos, sin ser interrumpidos. Quizás no querían dejar los propios proyectos ni tan sólo durante unos segundos, aunque sólo fuera por no frustrar la iniciativa de unos jóvenes. ¿De qué tenemos miedo? Realmente, ¿está justificada la desconfianza?
A veces parece que nos hayamos instalado en una lógica de la desconfianza, en una cultura del recelo. A menudo los medios de comunicación nos lo recuerdan. En nuestro imaginario social a veces nos hemos ido construyendo una hipotética imagen del otro, del desconocido, como aquél de quien nos hemos de proteger y desconfiar.
Pero cuando tengo ante mí la persona concreta, el nuevo vecino que acaba de llegar a la escalera del edificio donde vivo, aquel señor que cada tarde está sentado en el banco del parque, o incluso aquel joven que se me acerca ofreciéndome un abrazo gratuito por la paz y me pregunto «¿por qué no ser amigos?» fuera de los estereotipos de mi imaginario, no encuentro ninguna razón real y concreta para no abrirme a esta persona, eso sí, con la debida prudencia y sin ingenuidad, y consciente que toda relación se construye con el tiempo. Pero lo que es cierto es que sin una apertura al otro no hay posibilidad de encuentro.